El martes pasado se reunieron en la Ciudad de México el secretario de Estado Antony Blinken y el canciller Marcelo Ebrard para celebrar la segunda reunión anual del Diálogo Económico de Alto Nivel (DEAN) entre los gobiernos de México y Estados Unidos. A Blinken lo acompañaron la secretaria de Comercio Gina Rammondo y Jayne White. Ebrard acudió junto con el gabinete económico. En principio, y por parte de Washington, la representación más alta posible. Sólo faltaban los presidentes (Biden está prácticamente recluido por los achaques y Kamala Harris se ha vuelto impresentable). Hay algo de decadente en la gerontocracia estadunidense; a veces recuerda a la extinta gerontocracia soviética. Blinken, Rammondo y White son figuras bien conocidas en los corredores de la Casa Blanca. Los tres provienen de los circuitos de decisión del complejo industrial-militar. La cima del Deep State (el Estado profundo) global.
El principal compromiso de la reunión fue trasladar a México en los próximos meses una porción, de facto monumental, de la fabricación de microchips. Estos dispositivos representan hoy la materia prima central que mueve a todo el sistema industrial actual. En principio, se trata de la tercera “materia prima” no natural producida por la industria misma, si pensamos que al acero fue la primera en el siglo XIX, y los plásticos la segunda en el siglo XX.
La reunión del diálogo económico se celebró exactamente en los mismos momentos en que el Senado discutía la ley en la que la Sedena absorbe a la Guardia Nacional en su seno, una ampliación sin precedente de las dimensiones del Ejército Mexicano. Que dos hechos tan significativos tengan lugar de manera simultánea no implica necesariamente que estén relacionados. Pero hay de hechos a hechos. Y en política el timing lo es todo. El observador se ve obligado a hacerse la pregunta: ¿cuál es la relación entre la política estadunidense y la ley que formaliza una parte de la creciente militarización del Estado mexicano?
La respuesta parece tenerla Noelia Téllez, experta en el tema (Telesemana, 13/9/22). Para Estados Unidos la fabricación de semiconductores presenta un doble dilema. El primero es la implosión de las cadenas de suministro provocadas por la pandemia, origen en gran parte de la actual inflación. La segunda, de orden geopolítico, es de mayor relevancia. Una posible confrontación entre China y Taiwán, que es el principal país productor de semiconductores en el mundo, afectaría la columna vertebral de la economía estadunidense. Hoy nada funciona sin estos dispositivos. Más aún si la perspectiva es el cambio al ambiente 5G y al automóvil eléctrico. Washington escogió tres países para protegerse de esta posible crisis de la materia prima del mundo digital: Israel, Italia y México. ¿Por qué México? Porque cuenta con un extenso “mercado laboral femenino” y una fuerza de trabajo suficientemente capacitada para hacer funcionar a esta compleja industria. Es probable que la mayor inversión se ubique en México. Estamos hablando de 7 por ciento de a producción mundial: un tsunami de inversiones facilitado por la aprobación reciente en Estados Unidos de la ley Chips and Science Act, que abre la posibilidad de inversiones foráneas en este ámbito. Pero no sólo se trata de la industria de semiconductores. La crisis con China acarreará a México inversiones en la industria automotriz, la aviación, la computación, la producción de energía y muchas otras ramas. Un fenómeno equivalente al que sucedió en los años 90 con la iniciativa de las maquiladoras en la frontera norte.
Noelia Téllez no habla, sin embargo, de lo que acabó por frenar esa iniciativa hace ya 25 años hasta reducirla a su expresión mínima: el ascenso del crimen organizado atraído por la súbita urbanización y la llegada de capitales cuantiosos. Lo mismo aconteció con la proliferación de la minería durante el sexenio de Calderón. La nueva ola de inversiones globales no puede permitirse este riesgo. No es casual que la creciente colonización del Estado por parte del Ejército se ubique en los sitios que conectan al mercado mexicano con el espacio global: aeropuertos, trenes, puertos (léase: vías de comunicación) y en el sector energético. Todo el debate sobre la miltarización del Estado ha omitido esta dimensión global, que al parecer es decisiva.
Para el gobierno de Morena el desarrollo de la integración de las dos economías ha sido decisivo. Explica muchas de sus aparentemente contradictorias decisiones. Pero, ¿cuál será el efecto sobre la vida pública de dotar al Ejército de poderes como los que nunca había tenido? Desde 2007, el dilema de militarizar las estrategias contra el crimen organizado adolece invariablemente de la misma falla: la sociedad nunca es convocada para construir las redes y los tejidos que podrían hacerle frente efectivamente. La nueva ley tampoco lo hace. ¿Por qué habría de cambiar ese hecho?
En la mentalidad estadunidense, producción y violencia han ido invariablemente de la mano. La inclemente historia de los ferrocarriles, el petróleo y el acero lo atestiguan. El dilema para México es cómo no seguir cayendo en este dilema.
Y la ley que reúne a la Sedena con la GN no es una buena idea para lograrlo.