Los actos de gobierno que ocasionan continuas y férreas disidencias propician condiciones para injuriar al Presidente. Los epítetos lanzados son variados. Van desde calificarlo de patán o engreído hasta tildarlo de loco, desmesurado, iluminado, mentiroso o simplemente tonto. Aquellos que levantan sus airadas voces contra él son, por lo general, personajes ilustrados del ámbito público. Aprovechan cualquier oportunidad no sólo para publicar sus alegatos y rencores sino para auxiliar, al ciudadano común, a exacerbar fobias. Van y vienen cotidianamente tocando asuntos de actualidad para enderezarlos, con iracundia manifiesta, contra el poder: sea éste el Ejecutivo federal o sus extensiones partidistas. Nada o muy poco se les escapa a estos “refinados señores de bien decir y pensar” para hilvanar razones, aunque sean por demás endebles, que muestren sin duda alguna la que catalogan como “gran tragedia nacional”. Pretenden arraigar la imagen de la nación destruida.
Hay que descobijar al “tirano de Macuspana” como lo llama, con irónico sentido de buen humor, el columnista J. Calixto Albarrán. Exhibir su narrativa con golpeteo constante, puesto que, con cinismo inigualable, contraría los mandatos constitucionales. Estos conspicuos opositores tratan de evidenciar, con aparente rigor, el diario cúmulo de mentiras que nos sorraja en sus odiadas mañaneras. De esta solemne manera se escudan para lanzar insultos al por mayor aunque, el agraviado “tirano” no pase de disentir, públicamente, de sus altaneras posturas. Nadie puede sostener que, en esta sui generis tiranía, a nadie se le persigue y menos agrede o encarcela.
Es fácil entender que, en tiempos normales, la mayoría prefiera una policía bajo mando civil que encargar a militares la seguridad y el orden públicos. Apoyar la continuidad de las instituciones establecidas o someter a castigo al crimen organizado pasa, sin tardanzas, ante la atención popular. Encarcelar a culpables y no a cualquier detenido puede admitirse como limpio mandato. Llenar costosas cárceles a nadie le gusta, como tampoco dejar al país sin organizadores electorales y jueces que diriman diferendos partidistas o castiguen a tramposos mapaches. La retahíla de asuntos, que se suceden a diario en el país se prestan para usos varios. Salir con fingida valentía en defensa de la UNAM ante un inminente y alevoso ataque para sobajarla –que deslizan como pretexto–, a nadie convence. Jamás el Presidente, u otro cualquiera, atentaría contra esa gran institución mexicana. Tampoco se propone, como ladinamente arguyen algunos “atrevidos defensores”, terminar con el CIDE. Pero sí se puede disentir de la conducta de varios de sus pasados funcionarios o sostener que, por ahora, han desviado su guía o accionar. Es casi lugar común entre opinócratas decretar que el Presidente y su gobierno son destructores de capital institucional heredado. Ciertamente se han cambiado muchas normas, otros tantos rituales y desechado programas que no han funcionado o se corrompieron con malos usos. Pero siempre se ha buscado sustituir lo que tenía razón de base o sustento. Se terminaron los apoyos a guarderías mal llevadas, pero se atiende a madres, o padres, trabajadoras con hijos. Descargar corajudos rechazos a las obras prioritarias del gobierno, atendidas con celo envidiable por López Obrador, va tropezando con su exitosa construcción. La envergadura de sus tamaños e importancia presente, –y futura– llenan de orgullo a millones de compatriotas. Y así por este carril puede irse enumerando los múltiples tópicos que reciben, con saña manifiesta, la crítica de alebrestados opositores. Muchos de ellos tratan incluso de organizarse con el único, o final, objetivo de impedir la continuidad del actual y justiciero modelo de gobierno.
La grotesca desigualdad imperante recibe muy poca atención de la oposición y en particular de la opinocracia. Para buena parte de este grupo de interés, la desigualdad sólo se predica como apartado de estudio, pero no como solicitud para explorar, con rigor y valentía, la forma de combatirla. De ahí la crítica a la rala inversión que se ha llevado a cabo actualmente. La gigantesca acumulación de capital y riqueza, por un muy reducido núcleo de privilegiados, pasa desapercibida cuando es la flagrante causa responsable. En un muy próximo futuro se tendrá que enfrentar tan dañino fenómeno socioeconómico y cultural, aunque se cause espanto a la inversión. Gravar la riqueza deberá contemplarse con el rigor y con la urgencia indispensable. Hay que meditar en esa riqueza, en especial la heredada, o aquella levantada bajo la sombra y la complicidad pública, para no repetir, de nuevo, tan triste historia. La astringencia de recursos para seguir impulsando aumentos salariales, programas sociales y grandes proyectos necesarios, exigen, sin tardanzas, la pospuesta reforma fiscal.