The dead they die hard, they are trespassers on the beyond, they must take the place as they find it (Samuel Beckett: Echo’s Bones). Era la tercera o cuarta vez que moría, así que no sorprendió a nadie, ni siquiera a él en ese estado de bruma sensorial que atonta a los que lo padecen, aun si lo superan. Morir parece fácil, pero no. Pregunten a los muertos. Es un enredo. El hecho es que Fulanes también estaba vivo como una lagartija.
Al fondo del tiradero oriental del valle, como cada mañana Fulanes brotó de la basura que cobija sus noches. Un contenedor le presta techo si llueve o hiela. Ya lo habían asesinado un par de veces con distintas armas letales. Puede acordarse de esas muertes un poco mejor que de otras brumas cuando sin prisa pasa el día en la inmensidad del basural recogiendo lo que sabe, lo que le sirve para el frío, el hambre, el tedio.
La gente lo conoce. Ni que fuera el único que vive de la basura. Por ejemplo, los Colchera, una familia completa que se dedica básicamente a lo que Fulanes; habitan una barraca de tablas, cartones y lona en uno de los bordes. Actuales, pues cambian continuamente, el tiradero crece como una gran mancha irisada y humeante si uno mira desde helicóptero o dron.
Para tales panópticos aéreos, Fulanes, los Colchera y el resto de buscavidas que pululan ahí semejan insectos rastreros y carroñeros. A lo mejor es la condición de insecto lo que permite a Fulanes morir tantas veces y seguir pepenando. Y no que la gente ahí esté muy cuerda, al contrario, es toda una clínica frenopática para parias, pero él vive bien deschavetado.
El cielo luce ancho y abierto. En noches claras se puebla de galaxias y estrellas a pesar del alumbrado distante de la ciudad. Hasta la pestilencia se disipa cuando sopla viento refrescante. Al despertar hoy bocarriba, Fulanes contempló ese panorama celestial. Luego se dio cuenta de que estaba muerto. Le costó un duro esfuerzo levantarse. Sus manos (se las miró por el dorso) estaban a punto de esqueleto, pero les quedaba pellejo delgado y seco, de lagartija, prueba de vida, aunque lo desmintiera su nueva muerte.
Se cruzó con Zutanillo entre un cúmulo de botellas. Hacía tantas muertes que no lo veía. Se abrazaron. Fulanes no recordaba la última vez que se abrazó con alguien. Igual de chamagosos. Zutanillo tal vez se había bañado en días recientes. Hace recorridos más amplios que Fulanes. No teme a la ciudad, conoce calles, baldíos, zaguanes, albergues y comisarías. Zutanillo es un hombre de mundo.
–Compadre –dijo Zutanillo.
–Diga.
–¿A poco lo sigue esperando?
–Mmm. ¿A quién?
–Ya sabe.
–Ah, ése. Sí.
–Pos no va a venir.
–¿Quién dice?
–Yo nomás digo.
–Digo que sí viene –dijo Fulanes.
De pronto les entró el silencio. Zutanillo extrajo de su abrigo gris alguna vez negro una botella de Tonayán casi llena y la ofreció. Fulanes dio un largo sorbo sediento. Se secó los labios con la manga de su gabán raído y devolvió la botella. Se le salió decirlo:
–Sabe, don, fíjese que hoy amanecí muerto.
–¡Compadre! ¡No otra vez! Le puede hacer daño.
–No crea que se siente tan feo. Uno se acostumbra.
–¿Y ora qué fue? ¿Lo volvieron a picar? ¿O su estómago de zopilote se rindió?
–La verdad no me di cuenta, pero cuando pelé el ojo estaba de a tiro difunto.
–Ya luego se le pasa –dijo Zutanillo y bebió del Tonayán.
Miraron al horizonte, pensativos. Se distinguían clarito los volcanes sin rastros de nieve, pardos arriba y verdes de bosque ladera abajo. Lejos.
–¿Y si viene? –dijo Fulanes.
–¿Y si no? –dijo Zutanillo.
–Quién sabe.
–Sí, quién sabe. A lo mejor. Pero usted está muerto, de qué le va a servir.
–De nada –dijo Fulanes con una sonrisa chimuela, la primera desde que estaba muerto. Si llegara el Chas todo se compondría. La basura se convertiría en rosas.
–Lo veré antes de morir.
–De morirse otra vez, quiso decir –dijo Zutanillo.
Fulanes ya no dijo nada.