La literatura de nuestra infancia de cultura euroccidental formó en gran medida nuestros principios éticos y sentimientos nobles; en éstos sobresalía la compasión entendida más como un mayor o menor sentimiento de culpa que como un compartir sinceramente las miserias de los menos afortunados, en cuyo escenario la única compensación era alegrarnos por el final feliz de las desgracias ajenas o por el reconocimiento sorprendido de la existencia del “buen salvaje”: un ser masculino representado semidesnudo, más o menos oscuro de piel y a veces con adornos sorprendentes. Pero, ¿cómo llegó hasta nosotros este estereotipo que todavía provoca nuestra condescendencia clasemediera en sinnúmero de circunstancias vividas en el sector urbano de un país como México?
Porque, si bien domina en nosotros la interpretación para infantes de la concepción colonial de los “otros”, con filtro bien pensante, muchas generaciones hemos tenido el tiempo para dejar de creer en los cuentos de niños y fijarnos de frente en la existencia de lo humano en los otros por mayores que sean nuestras diferencias personales. En cambio, nuestro colonialismo cultural nos obliga a ver la otredad como una amenaza en el peor de los casos o, con cierto esfuerzo, a reconocerla como la de un “buen salvaje contemporáneo” y el consuelo de nuestra propia bondad al reconocerlo…
Pero, ¿y si dijéramos basta a esta facilidad de interpretación en el reconocimiento de las diferencias y definiéramos la otredad como yo soy, pero en otros, sin ponernos en la línea de arranque de una competencia que nos da ventaja o tras la lupa disimulada en la puerta que no abrimos para no confrontarnos con nuestras desventajas adivinadas? ¿Si renunciáramos a la frase de quién gana? Porque ni sabemos en qué o dónde está la ganancia…
Cuando estuve presente en el Palacio Municipal de Santiago Laxopa, Oaxaca, con permiso especial de las autoridades para presenciar su asamblea, en la que, por cierto, se dirimió si a partir de entonces se aceptaría también el voto a mano alzada de las mujeres en las resoluciones comunitarias, descubrí algo que me estremeció al punto de hacerme sentir ridícula en mi talla, mis botas de cuero, mi combinado verde olivo de excursionista y mi melena recortada: hubiera querido salir arrastrándome pegada al muro de adobe y el piso de tierra… Nunca tuve un mayor sentimiento de vergüenza, era peor que si de pronto me hubiera quedado desnuda y sucia en un coctel de embajada en París o Moscú. Inútil, tratar de explicarlo, sólo sé que desde entonces comprendí que yo llegaba de otro planeta inferior a un lugar de seres verdaderos, lúcidos, claros y concisos en sus proyectos, negociaciones de buena voluntad y objetivos comunes. Que allí dominaba la inteligencia y la buena voluntad, el movimiento de una minisociedad hacia su propia superación y el respeto por los mayores, hombres y mujeres, llamados beeneshuan (perdón por la transcripción sonora), cuya sabiduría imperó por razones expuestas y discutidas.
Me fui del país y he sabido que en 30 años entró gente de fuera que desgarró algunos de los usos y logró transformar ciertas costumbres, sembrando enconos además de mariguana y amapola…
Es nuestra obligación garantizar mediante el respeto la paz entre las comunidades originarias, restablecer a la manera como ellas entiendan sus fronteras físicas y políticas. Obligarnos a descolonizarlas y luego regresar a aprender de ellas una convivencia fortalecedora y reconstituyente para aplicarla en nuestro entorno urbano.
Recuerdo que cuando estuve en Nairobi, capital de Kenia, descubrí con emoción que la población era exactamente como la de París, en dignidad, elegancia, naturalidad… sólo que la mayoría de los individuos eran negros de piel… Mi descubrimiento me emocionó y trazó mi futuro emocional e intelectual. No hay buenos ni malos salvajes para poner de ejemplo entre la infancia. Hay seres humanos con bondad y sus contrarios en mayor o menor medida según sea y haya sido su vida. Lo que nos corresponde es luchar por que cada quien viva su vida con la dignidad que aporta su sociedad. Luchar por eliminar la colonización material y mental, cultural y religiosa, que es la tentación del sistema capitalista y de sus esclavos involuntarios.