Por un momento pareció cierto que la historia se acababa, que la vida misma se despegaba de la tierra para instalarse en la nube, que la tecnología acabaría con cualquier imprevisto, que viento, sol y agua nos darían la energía para seguir viviendo a todo tren. El futuro estaba garantizado y el pasado era un recuerdo olvidado. Ahí estuvimos, pareció posible.
Pero la fantasía de un futuro desligado de lo material ha chocado de frente contra los límites del planeta. Si el acceso a las materias primas se encarece, todo el sistema se resiente y el futuro deja de ser un lugar seguro. El trauma que este shock provoca en Europa es monumental. En una pequeña ciudad holandesa acaban de descubrir que el centro de datos de Microsoft para toda Europa, instalado en su municipio, consume cinco veces más agua potable de lo previsto para refrigerar sus servidores, mientras los habitantes de la localidad tienen racionado el riego por la sequía, que también acecha a este lado del Atlántico. Le llaman nube, pero está en la tierra y consume cerca de 10 por ciento de la energía eléctrica de todo el mundo.
La materialidad de las cosas está dando un baño de realidad. Las grandes siderúrgicas europeas han señalado esta semana que no pueden seguir fabricando molinos de viento con la electricidad tan cara, comprometiendo la llamada descarbonización; los datos de Alemania han mostrado que la principal fuente de producción de energía eléctrica en lo que llevamos de año ha sido el carbón, el combustible más contaminante, al que Italia también ha decidido regresar ante la carestía del gas. Lo ha anunciado la ministra para la Transición Ecológica.
Existe el riesgo de que todos los males energéticos y económicos europeos queden clasificados en la carpeta de las consecuencias de la guerra de Ucrania. Por supuesto, hay mucho de eso, pero la invasión rusa y, no se olvide, las sanciones de Europa a Moscú, apenas son el interruptor que ha puesto en marcha una crisis que tiene causas más profundas y que venía cociéndose tiempo atrás. Botón de muestra: el precio del gas y la electricidad en Europa vienen subiendo desde hace un año, meses antes de que Putin decidiese invadir Ucrania.
Hay un regreso de lo material y, en consecuencia, la posición de quien cuenta con esas materias primas se revaloriza, mientras los castillos construidos en el aire se derrumban. En este contexto, las costuras europeas revientan. Pretender parar los pies a Putin con sanciones comerciales y medidas financieras da cuenta de la miopía de los funcionarios de Bruselas. Los malabarismos retóricos llegan a tal punto que la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, ha propuesto esta semana poner un tope al precio del gas ruso que llega por gasoducto, en un momento en el que es Moscú quien ha cerrado el grifo. En paralelo se multiplican las importaciones de gas natural licuado (GNL) ruso, mucho más caro, convirtiendo al Estado español, dicho sea de paso, en el principal importador de este energético.
Era bonito creer que el consumidor tenía el poder, pero en un mundo sediento de hidrocarburos y con los precios de las materias primas por las nubes, es el vendedor quien tiene la sartén por el mango, siempre que sea capaz de jugar su mano con maña. Según cálculos del Center for Research on Energy and Clean Air, en la primera mitad del año, Rusia obtuvo 158 mil millones de euros por la exportación de combustibles fósiles, de los cuales 85 mil provenían de ventas a Europa. En paralelo, se calcula en 100 mil millones de euros el costo generado hasta ahora por la invasión de Ucrania. La cantidad de gas que circula de Rusia a Europa ha descendido notablemente, sobre todo por decisión de Moscú, pero los altos precios de los hidrocarburos –incluso de los rusos, castigados por las sanciones– hacen que el beneficio no haya mermado. Las matemáticas son las que son, y las materias primas –petróleo, gas, carbón– son limitadas y están donde están. Es decir, en Rusia. Las sanciones son “patadas a Putin en nuestro propio culo”, en afortunada expresión del periodista Mariano Guindal.
El invierno acecha amenazante. No son horas amables en este laberinto europeo plagado de falsas salidas, desde el nihilismo absoluto a la esperanza vacua en la solución tecnológica, pasando por las apelaciones individualistas a los peores instintos, que no hacen sino alimentar agendas ultraderechistas bien regadas mediáticamente. ¿Qué hacer? Es la pregunta que emerge, solitaria, en medio del desamparo. No hay respuesta mágica, pero puede que una piernaamputada dé pistas.
Esta semana, investigadores han explicado que han encontrado en Borneo el cuerpo de un joven de hace 31 mil años con una pierna amputada y correctamente curada. Lo han presentado como la cirugía más antigua jamás registrada, pero siguiendo la cita apócrifa de Margaret Mead, es mucho más que eso. Es una prueba civilizatoria, una muestra de que, a pesar de todos los pesares, llevamos más de 30 milenios cuidándonos. Por esa pierna amputada, cuidada y curada comunitariamente pasa el único futuro posible.