Si el corazón es el centro del cuerpo desde donde se dosifica el flujo sanguíneo, marcador y caja de resonancia de los sentidos que la literatura ha contribuido a extender en sus significados, la música sería la cadencia de silencios y sonidos que se crea entre cada latido. Así, quienes se congregan para convivir en ella, comparten una comunión esencial: haciendo que la frecuencia respiratoria y sus pulsaciones se acompasen en una experiencia compartida, llevando como sonido de fondo sus propias vivencias hacia espacios más amplios.
Hoy nos toca traer a la memoria a Eduardo Llerenas, que entretejió toda su vida con la frecuencia rítmica de las canciones y los sonidos de la música del mundo, ese lenguaje universal en cuyas expresiones ha estado inmerso un proyecto entrañable, el de Corasón, que lleva ya tres décadas de travesía sobre las aguas del tiempo, creado por la alianza de dos sensibilidades unidas por una pasión compartida, la música y sus fusiones de ida y vuelta: y en esta búsqueda, hay un designio que los acompañó desde el principio del camino, que los hizo crecer en la irradiación de las fusiones y las migraciones de los sonidos, acercándonos con su trabajo y perseverancia a las diversas cadencias y entonaciones de las regiones del mundo y, en especial, a las de la diáspora africana, cuyos reflejos se expandieron por lo menos desde el siglo XVI, creando regiones de excepción como el Caribe, cuyas reverberaciones se dispersaron como música de fondo de varias globalizaciones.
Porque las músicas del mundo son todas músicas mestizas y productos de fusiones diferentes distribuidas en el tiempo, músicas que se consolidaron en estructuras particulares, mezclas y apropiaciones sucesivas con las que se identificó cada una de las regiones musicales. Hacía falta pues tener una visión histórica y abierta a estas complejidades para difundir una selección ponderada de lo que es ya un acervo, un gran archivo musical –el de Discos Corasón– reconocido por la Unesco como parte de la memoria del mundo.
La historia misma implica una elección de vida dibujada por sus creadores. Regresar a los años 70 y encontrarnos con el doctor Eduardo Llerenas saliendo de su laboratorio de bioquímica de la UNAM con una pesada grabadora al hombro para hacer sus apasionados registros de campo en el México rural de entonces, terminando años después en Malí, Senegal, Cuba o Santo Domingo haciendo acopio de los cantos de los juglares griot, las danzas colectivas, los merengues apambichaos o los guaguancós de la santería…, eran la culminación de una larga trayectoria desde que se asoció con Beno Lieberman y Enrique Ramírez de Arellano, editando por su cuenta aquellas antologías de por lo menos ocho variantes del son mexicano de nueve regiones, antologías que hoy son clásicas e indispensables para el patrimonio musical de México.
Rescate de las melodías campesinas
Hay que imaginar a Eduardo Llerenas, que abandonó la ciencia experimental y se lanzó al rescate de las músicas campesinas que todos presentíamos iban a ser barridas por la modernización de un México urbano que transformaba desde entonces las anteriores condiciones de unas tradiciones acrisoladas en las comunidades rurales, construyendo el gran laboratorio de la bioquímica de los sentidos musicales, cambiando de paradigma y logrando su felicidad junto a Mary Farquharson, que investigaba, cuando la conoció, la música tradicional de nuestro país bajo los auspicios de la televisión nacional británica y que, antes de llegar a México en 1987, había cofundado la disquera World Circuit, cuyas relaciones iban también hasta el occidente de África y la música cubana del legendario Buena Vista Social Club. Ella ya había atestiguado con su trabajo la pasión de los africanos por la música afroantillana y el tumbao caribeño: de regreso a sus orígenes con nuevas voces, nuevos instrumentos y nuevas afinaciones, enlazando de una manera magistral un circuito de ida y vuelta renovado y conectando al presente con el pasado. Fue así inevitable –o por la gracia de algún orisha– que todos coincidiéramos en un Festival del Caribe en Chetumal y que Mary y Eduardo unieran desde allí sus corazones soneros y, claro, arrancaran toda esta floración que sigue incontenible en grabaciones memorables y producciones que se convirtieron después en referentes para nuevas fusiones en las bandas de músicas urbanas: como ocurrió, por ejemplo, con las músicas gitanas y balcánicas en la Ciudad de México de las que ellos propiciaron su llegada.
Hoy Eduardo Llerenas ha partido en la búsqueda vertiginosa de las cadencias del mundo y estamos ciertos de que en este nuevo trayecto recogerá los vientos y construirá con los sonidos esas mezclas y fusiones en las que invirtió con pasión toda su vida.