Cambiar la usanza de gobernar para las élites por la del pueblo –los pobres en especial– ha ocasionado mayores consecuencias transformadoras. Al hacerlo, el cúmulo de asuntos engarzados con esta intencionalidad ha condicionado el actuar gubernamental. Apegarse con rigor constante a ese destino ha tenido una serie de consecuencias inevitables desde varias perspectivas. Las de cariz positivo se centran en el cerrado apoyo ciudadano-popular para con los esfuerzos de justicia distributiva que se llevan a cabo. Pero esta realidad, vivida durante los más de tres años transcurridos, ha ocasionado la férrea oposición de los afectados y sus aliados, destacadamente los de carácter mediático. Unas y otras dan forma al rejuego político del presente y, de seguro, lo seguirán haciendo en el futuro previsible.
Fijar la vista y las atenciones en los de arriba fue una abarcadora manera de gobernar. Sus derivadas, por tanto, fueron incontables. Siendo el empobrecimiento de la base trabajadora la trascendente. Y, con ello, el grotesco desbalance en la igualdad ansiada. Sin tregua alguna, las inversiones se fincaron como la prioridad celosamente observada durante décadas. Exceptuar cualquier actuación gubernativa de este angosto cauce era, de inmediato, rectificado con perdones y favores implícitos. Poco o nada debía entorpecer tan crucial comportamiento. Todo un andamiaje se erigió alrededor de las inversiones como política de Estado de estricta observancia. No sólo de su parte central, como medida del crecimiento económico, sino que toda respetabilidad y confianza dependían de ella. Salirse, aunque fuera momentáneamente, de este principio ordenador, conduciría –se afirmaba con vehemencia– a inestabilidades varias: fuga de capitales, desconfianza en la gobernanza, crisis devaluatorias, nulo crecimiento, mal gobierno. La lista de dolores y penas que se tienen previstas, y normalmente experimentadas, se puede extender casi al infinito.
Las facilidades, concesiones, apoyos y tersuras para con los inversionistas se elevan, dentro de esta escala de actuar y pensar, más allá del rango constitucional. Nada puede ni debe afectar el libre flujo de las inversiones, se predicó a manera de sutil mantra. Tocar tan sensible materia ocasiona esperanzas frustradas y sentires encontrados. Las inversiones se deben colocar en el mero centro de la atención y, su protección, deberá incluir hasta mandatos de ley y tratados internacionales. Para ellas, y sus actores, todo debe ensamblarse a la perfección. Un paso en falso, una mirada ajena o paso lateral y la confianza se tambalea y se evapora. Así es el mundo en que se vive inserto y no hay otro camino se ha llegado a fijar en códigos varios. Es por este tipo de formas y maneras que, cuando se gobierna –como mandato prioritario– para los excluidos de los bienes esenciales, se transgrede una serie de valores y devienen las desagradables consecuencias: ralo crecimiento. Y, con ello, la imposibilidad de atender las reivindicaciones populares que se desean. La presión sobre sucesivos gobiernos nacionales, al mirar siempre hacia arriba, ocasionaron la congelación de los salarios. El empobrecimiento fue brutal durante los pasados 40 años. La contracción del gasto no pudo, por consiguiente, actuar como detonante del crecimiento y, tampoco, como inductor de la inversión. En esta dura realidad radica mucho del ya histórico bajo crecimiento del PIB. La clara conciencia actual, en cambio, conlleva la restitución del poder adquisitivo. Pero, y a pesar de los consecutivos incrementos a los minisalarios (60.3 por ciento) habidos estos años, apenas se ha recuperado 65 por ciento del poder perdido. Esta fue una efectiva trampa al desarrollo en que se incurrió.
¿Se pueden imaginar rutas alternas? El orden prestablecido niega toda desviación por nimia que sea. Aunque intentar o, al menos, matizar tan estricta conducta es no sólo posible sino un deber de conciencia política. Bien se saben y conocen las duras consecuencias en pobreza, desigualdad y exclusión que acarrea tal forma de gobernar en exclusiva para las élites y sus aliados. Mirar, ahora, hacia abajo, no se aparta de alentar y hasta buscar inversionistas. Pero esta búsqueda debe insertarse en un contexto de prioridades con justas reivindicaciones. Es posible imaginar límites, basados en valores distributivos, como superiores enfoques. No cualquier ramo de actividad puede ser susceptible de recibir inversiones privadas. Tienen que apartarse aquellos que, por seguridad nacional, por soberana voluntad, por conveniencia o por estricta justicia, quedan reservados al Estado. Otros donde las inversiones privadas deben reducirse al mínimo o ser pensadas como estrictamente complementarias. Y en esta revaloración está enzarzado el actual gobierno.