La primera vez que visité a Jesús Vargas Valdés en su cubículo, en la ciudad de Chihuahua (a fines del milenio pasado), me quedé mirando un mapa de la propiedad rural en Chihuahua hacia 1960, que ocupaba una pared entera. En 1960 la mitad de los mexicanos todavía vivían en el campo, comían del campo (en estricto sentido, todos vivimos del campo, aunque se nos olvide que los comuneros, ejidatarios, rancheros, colonos, vaqueros, campesinos, ganaderos, producen todo lo que pasa por nuestra mesa) y me resultó educativo, sorprendente, decepcionante descubrir que en la cuna y epicentro de la gran revolución agraria y popular encabezada por Pancho Villa, en el espacio que había sido teatro de uno de los dos grandes experimentos revolucionarios, la mayor, la mejor parte de la tierra siguiera estando en unas cuantas manos.
Volví a estudiar el mapa varias veces, aunque mi lugar de encuentro con Jesús no era su cubículo, sino nuestro añorado Calicanto, el lugar en que Marcela Frías Neve y él quisieron llevar a la capital del estado los sazones y olores de los pueblos del estado grande, mientras los jóvenes troveros trovaban, los jóvenes rockeros roqueaban y los jóvenes historiadores escuchábamos a Jesús paladeando lentamente uno de los sotoles por él escogidos. Ahí me fue contando el significado de ese mapa.
Años después, justo en el 50 aniversario del asalto al Cuartel Madera (con el que 13 militantes pretendieron iniciar simbólicamente la revolución socialista en México), Vargas publicó Madera rebelde, libro que debería ser de amplísima circulación y que sólo lo hizo en corto en la ciudad de Chihuahua, porque parece que para el gran poder la historia de los movimientos armados socialistas es tabú y debe mantenerse en discretos márgenes semiclandestinos (aunque a veces, con las comisiones de la verdad y algunas disculpas públicas pareciera que se puede iniciar un proceso serio de reflexión y reconciliación, el encono de las derechas vuelve a cerrar las puertas).
Madera rebelde cuenta la formación de los inmensos latifundios (y no es tautología) de propiedad estadunidense en el occidente de Chihuahua y la devastación brutal de los bosques durante el porfiriato para luego, dejando de lado la revolución, que no los tocó (pues Pancho Villa perdió la guerra), retomar las luchas agraristas desde los años 1920, donde muchas veces el eje narrativo es la figura de un personaje, un luchador social.
La presión agraria y la tensión social acumuladas en la región estallaron en 1959, cuando cientos de campesinos tomaron las tierras de los neolatifundistas (así se les llamaba entonces para distinguirlos de los Terrazas-Creel y las compañías estadunidenses del porfiriato, que no es lo mismo pero es igual) de los municipios de madera, Bachíniva y Matáchic, ante lo que se desató una violenta represión y el asesinato selectivo de dirigentes campesinos, destacadamente, el profesor Francisco Luján Adame, asesinado de tres puñaladas el 27 de noviembre de 1959. La documentación que presenta Vargas sobre el caso es escalofriante y muestra la complicidad de las autoridades superiores. El asesinato estuvo precedido de una brutal campaña mediática de desprestigio y calumnias.
Ahí arranca un movimiento campesino que se funde con la protesta estudiantil de la Universidad Autónoma de Chihuahua, al que sigue una escalada represiva. Pronto destacó entre decenas de dirigentes Arturo Gámiz, quien en los primeros meses de 1963 publicó una serie de artículos en La Voz de Chihuahua. En uno de ellos denunció que de los 24.5 millones de hectáreas del estado, entre 6 y 8 millones eran latifundios que pertenecían a 300 propietarios, y que 100 mil ejidatarios poseían cuatro y medio millones de hectáreas. Se equivocaba: el mapa que cité al principio de este texto, y otros estudios de Vargas muestran una polarización mayor, y peor cuando se considera que las mejores tierras estaban en manos de los neolatifundistas… y aquí cabría escribir la historia de Eloy Vallina, propietario de Bosques de Chihuahua, latifundio de casi 600 mil hectáreas.
Jesús Vargas escribe la escalada represiva que finalmente empujó a Arturo Gámiz y un grupo de militantes a la decisión de tomar las armas. Quizá la mayor riqueza del libro es el rescate de las declaraciones de testigos y participantes de la lucha campesina y la guerrilla, reunidos por el autor a lo largo de décadas. Ahora los recuerdo porque Vargas nos ha estado contando de esas luchas y esos personajes, que siguen vivos, en las páginas de La Jornada.
Cuento el final porque lo conocemos: cuando decidieron pasar a la lucha revolucionaria, cerrados los caminos de la justicia y la ley, eligieron asaltar el cuartel militar de Ciudad Madera. Fueron 13 los atacantes en la madrugada del 23 de septiembre de 1965, contra 125 soldados armados con fusiles M-1. El resultado, seis militares y ocho guerrilleros muertos.
Murieron en combate Arturo Gámiz García, dirigente del grupo, profesor rural y líder campesino. Pablo Gómez Ramírez, médico rural y dirigente campesino. Emilio Gámiz García, dirigente estudiantil. Antonio Scobell, campesino y militante. Óscar Sandoval, estudiante de la Escuela Normal del estado. Miguel Quiñones, maestro rural. Rafael Hernández Valdivia, maestro rural. Y Salomón Gaytán, jefe militar de la guerrilla y campesino. Fueron sepultados en una fosa común, sin ataúdes. El párroco negó la bendición pedida por los familiares. El gobernador Praxedes Giner Durán dijo: “¿Querían tierra?, ¡denles hasta que se harten!”