Todo estudiante de ciencias habrá leído alguna vez el breve texto del físico Richard Feynman titulado El valor de la ciencia, escrito en 1955. Dice que, como se sabe, el conocimiento científico permite hacer muchas cosas; que si se hacen buenas cosas no sólo se debe a la ciencia, sino que derivan de las elecciones éticas que encaminan hacia el bien.
El conocimiento científico, afirma, posibilita hacer el bien o el mal, pero no trae consigo las instrucciones de cómo usarlo. Una cosa es el conocimiento científico y otra, muy distinta el uso que de él se hace. Eso debería estar claro para todos, incluidos quienes administran programas públicos y privados relacionados con la educación y la investigación. No siempre es ese el caso. Se crean falsos dilemas.
Feynman recuerda un principio budista que dice que a cada persona le es dada la llave de la puerta del paraíso; es la misma que abre la puerta del infierno. Sin saber de antemano cuál es la puerta que lleva a uno u otro lado, la llave es una herramienta peligrosa, pero ciertamente tiene un valor.
El texto contiene una frase que habría de estar presente siempre, de manera individual y colectiva, como una pauta para organizar la sociedad y establecer la relación con el Estado y el gobierno: “De todos los valores de la ciencia, el más grande debe ser la libertad para dudar”. Extendamos esta noción; en efecto, la sospecha como base del conocimiento y, también, de la relación con el poder, en cualquiera de sus manifestaciones.
Feynman señala que la ciencia no tiene una fórmula mágica para resolver dificultades y que los problemas sociales son mucho más difíciles que los de la ciencia. Esto es relevante para poner las cosas en su lugar y no confundirlas.
El conocimiento tiene infinitas variantes. Controlarlo, regularlo, dominarlo es una tentación que se despliega de modo permanente por los diversos dominios de la sociedad y se aplica con todo tipo de argumentos y con todo tipo de medios. De ahí la relevancia crucial de los sistemas educativos destinados a preparar y capacitar, y no para adoctrinar.
Un caso particular del conocimiento es lo que ocurre en la economía. La cuestión es cómo se obtiene, de qué información se nutre y qué tipo de argumentación y debate provoca para que sea útil. Esto comprende las cuestiones relativas a cómo se codifica, procesa, presenta, difunde y, por supuesto, cómo se interpreta y se usa. Ninguno de esos pasos es trivial y está lleno de significados.
La información es un elemento clave. Tiene que crearse y asentarse en algún tipo de acuerdo, que no puede ser perfecto, y a partir de métodos reconocidos y aceptados. Deriva en una forma de comunicación que difiere radicalmente de las impresiones, creencias, preferencias o imposiciones. Debe ser consistente, homogénea y estandarizada para recabar y ordenar los datos relevantes. Ha de provenir de entidades independientes para generar un consenso útil sobre el origen, la cobertura y la calidad de esa información. (Por ejemplo, desde junio de 2011 el Inegi se encarga de medir la inflación y no el Banco de México que es el encargado de mantener el valor del peso).
Cuando el gobierno sostiene que tiene “otros datos”, debe exhibirlos y explicar cómo los obtiene, qué significan, cuál es su efecto y a qué tipo de acciones conducen. No es un acto de fe. Los argumentos políticos basados en impresiones, creencias o deseos son válidos, pero sólo en circunstancias bien determinadas.
Por la naturaleza misma de los fenómenos económicos se requiere de mediciones. La producción, desde sus formas más simples a las más complejas involucra el uso de recursos muy diversos y finitos. Esto exige que se midan para garantizar la subsistencia o la reproducción a mayores escalas. Así, se ha llegado a medir el nivel de la producción, los recursos que se utilizan (el empleo, los insumos, el crédito, el capital, etcétera), los precios, las relaciones económicas con el exterior y demás.
La medición se hace en términos de cantidades y de valor expresado en dinero. La segunda es una forma de hacer consistentes las comparaciones y entraña el valor del propio dinero. Los impuestos se fijan como una proporción de las ventas, de los ingresos, de las utilidades; se pagan con dinero.
De ahí puede desprenderse el problema del crecimiento de la economía. Decir que el crecimiento no es lo relevante sino el bienestar, constituye una concepción limitada. En términos materiales no puede sostenerse el bienestar sin reproducir la capacidad de producción y ampliarla. El fenómeno demográfico lo exige, la recreación de las necesidades lo necesita, la perspectiva de vida lo demanda. El bienestar por la vía preferente de la redistribución se puede alcanzar solo en cierta medida, pero ciertamente con límites que se van estrechando.
Las mediciones son una parte básica de la gestión de los proyectos y no contar con ellas del mejor modo posible, o bien, desdeñarlas, es una imprevisión costosa, un desperdicio de recursos que debe justificarse pues el dinero proviene de los ciudadanos. La cuestión se expresa en hechos como el sobrecosto aproximadamente del doble de una refinería o el de un tren. Esos costos no son sólo monetarios.
La consecución del bienestar como propósito político básico no debe confundirse con la pretensión, de cualquier gobierno que sea, de acrecentar el nivel de la felicidad de la gente. El único fin debe ser ejercer un buen gobierno y dejar la felicidad para cada individuo.