De entre los habitantes cotidianos de la calle, el peatón lo tiene todo en contra. Ocupa el escalón más bajo de la pirámide humana que circula por la vía pública. Cuando es afortunado, hay banquetas y, si es más afortunado todavía, cuenta con un parque o una plaza. Por necesidad ha de ser avispado y ponerse trucha en una urbe donde nadie está educado para respetarlo. Como no existen reglas, él tampoco las tiene y cruza por donde puede.
Durante milenios la humanidad fue pedestre; el peatón como tal aparece con las ciudades. Los cazadores-recolectores, los viajantes y los merodeadores existen desde que se irguió el homo sapiens. El peatón (del francés piéton) es aquel que camina por las calles. En la medida que tenemos piernas útiles y las requerimos para desplazarnos, todos somos peatones potenciales. Dejar de serlo es asunto de poder. Los grandes señores de la antigüedad adoptaron el traslado en palanquines, carretas o carrozas como señal de rango, con las comodidades añadidas del descanso. Reyes, nobles, obispos, generales, comerciantes prósperos, abandonaron la actividad del pedester (“el que va a pie”, en latín) alzándose del suelo. Lo mismo hizo el jinete. El invento de la rueda democratizó este tipo de traslado, dejando siempre más abajo al que, en efecto, transita por su propio pie.
En el mundo moderno, donde tantos vehículos nos elevan del asfalto, tarde o temprano hasta las princesas, los ricos y los poderosos deben apearse de sus carruajes y andar como primates que son, aunque eso no los convierte en peatones. Otras sociedades contemporáneas se han educado en el respeto a las personas que caminan las calles, se les cede el paso en las esquinas y se les otorga cierta dignidad, más si son ancianos, discapacitados o madres con niños. Ello implicó educar también al peatón y la peatona: no bajar al arroyo intempestiva o descuidadamente, cruzar por pasos de cebra, pasajes designados o puentes expresamente peatonales.
La cultura mexicana es salvaje, caótica, abusiva. El transeúnte vive a su propia suerte y no le queda sino rascarse con sus pezuñas para no ser arrollado.
Definir quién es peatón implica distinguirlo de quien no lo es. En primer lugar el automovilista, dueño actual de calles y avenidas. Encapsulado en su burbuja de fierro y vidrio, ve al mundo pedestre con desapego si no es que desprecio. O no lo ve en absoluto. Al volante somos despiadados, indiferentes, abusivos o meramente atrabancados. Tampoco el pasajero califica momentáneamente como peatón.
Siguen los motociclistas, cada día más numerosos y agresivos. Expuestos a la intemperie, disfrutan de algunas ventajas de movilidad sobre el automovilista. En nuestra deseducada sociedad, luchan contra los coches y contra el reloj, se cuelan entre los vehículos, se pasan los altos con ligereza y hacen lo que les viene en gana. Les gusta infundir miedo. Son el transporte ideal para sicarios, ladrones y repartidores.
Un paria histórico lo fue el ciclista, pero avances recientes en materia de urbanidad, ahorro de energía combustible, deporte, recreación y hasta moda han dado el ciclista un mejor estatus, representado en reglas nuevas, carriles exclusivos y avenidas cerradas los domingos para el mejor rodar de las familias y los paseantes a pedal sobre dos ruedas. Con lo simpáticos que pueden resultar, en onda David Byrne, en México los ciclistas tampoco respetan al peatón y su nuevo estatus los volvió casi tan agresivos como los motociclistas.
Tampoco el patineto es peatón. Ni el que va en patín del diablo, también llamado scooter . Y hablando del diablo, es clásico el demasiado tardío grito de los diableros en los mercados, “¡golpe avisa!”, cuando le echan el bulto a los mortales que se lleva el diablo.
Hechas estas salvedades obvias, el resto de la humanidad es peatonal y tiene a todos los antedichos en su contra. Basta ver cómo apresuramos el paso al cruzar la calle, culpables aun si hay luz verde, ante el rugir impaciente de las máquinas rodantes. Sabemos que no nos asiste ningún derecho efectivo.
Las naves degradan al transeúnte día con día. Lo propician las autoridades y los inversionistas al gentrificar brutalmente barrios, colonias, espacios públicos. Están al servicio del rico, el fuerte, el consumidor. Los paraderos de Pantitlán, Chapultepec o Indios Verdes, los barrios destruidos como Xoco-Mitikah, los bajopuentes del segundo piso en San Jerónimo y numerosos cruceros donde quiera son ejemplo de la fragilidad peatonal y lo poco que se respeta al que por necesidad o gusto todavía camina.
Vivimos más expuestos que el flaneur clásico (Larra, Baudelaire, Walter Benjamin, Léon-Pierre Fargue), que el patético hombre de las multitudes de Poe, el posapocalíptico peatón de Ray Bradbury o el delicioso paseante de Robert Walser. En la Ciudad de México (y tantas ciudades del país) el peatón nada más estorba. Los malthusianos dirán que los seres humanos son los que sobran y, sin embargo, seguirán aquí cuando las máquinas se hayan extinguido.