Caprichosa es la vida. Uno de los cuadros más bellos de Jesús Flores Olague (ciudad de Zacatecas, 1947-2022), es el que tituló Antigua plaza de toros San Pedro, construida en 1866, a un costado del antiguo acueducto y donde se celebraron festejos hasta 1975, pero además escenario donde la torera jalisciense María Cobián La Serranita impartió lecciones de tauromaquia a un grupo de chamacos encabezados por el propio Flores Olague. Hoy, adaptado el coso como elegante hotel, en su corredor principal exhibe durante todo septiembre parte de la obra taurina de este poeta y pintor.
Alguien dijo que “la tauromaquia es pintura en movimiento”, y si bien en nuestros días no falta quien afirma que el mismísimo Goya era antitaurino, como si en el siglo XVIII inquietaran los derechos, sin obligaciones, de los animales, ya desde el Paleolítico Superior, por lo menos unos 10 mil años antes de nuestra era, el homo sapiens plasmó en las cuevas de Altamira su asombrada relación con el toro, en una temprana pero elocuente expresión de creatividad gráfica, antecedente inicial de la identificación del hombre con lo que, al paso de los siglos, resultaría deidad táurica y visión estética en varias civilizaciones antiguas.
Flores Olague, como buen espíritu renacentista amó la poesía tanto como la pintura, y a lo largo de su fructífera existencia supo dejar en papeles y telas versos y trazos que reflejaran su admiración por ese arte intemporal por medio de la palabra y de la pintura de la lidia del toro en la plaza, último vestigio del culto milenario a ese símbolo que muchas civilizaciones destinaron al sacrificio como deidad de muerte y fecundidad, al asignar al toro un significado ritual y un sentido sacrificial, sin los remilgos de la hipócrita posmodernidad.
Que la creciente domesticación del toro bravo haya propiciado una tauromaquia cada vez más predecible, monótona y desigual no impidió que este poeta y pintor mantuviera viva su fascinación ante el sometimiento racional de la irracionalidad, ante la victoria lúcida −y en ocasiones lucida− sobre la energía oscura, en un paralelismo entre lo fugaz de la pincelada y lo efímero de las suertes en la embestida. Así, la obra pictórica floresolaguiana, como su poesía, evitó las abstracciones y retomó, sin complejos, la profunda sencillez de dos artes que lo son por naturaleza: colorida quietud ante el verbo y ante el toro.
En la muestra Del verso al lienzo desfilan algunos de los toreros a los que el autor admiraba por su expresión o su nivel técnico: Manuel Capetillo, Santiago Martín El Viti, Jaime Rangel, El Cordobés, Abel Flores, Manolo Martínez, Joaquín Bernadó o Mariano Ramos. Un ¡ooole! mexicano, con énfasis en la o, no en la e, gritarían a coro los toreros nacionales y extranjeros que inspiraron esos cuadros, originalmente en formato pequeño, y de los cuales la muestra ofrece 14 reproducciones de gran tamaño.
Pero hoy Zacatecas, entre inepcias, contradicciones, inseguridad y complicidades, con todo y soldados, guardias nacionales, fuerza aérea, secretaría de seguridad, policía federal, de caminos y municipal, nomás no consigue frenar la delincuencia que la azota sino que continúa padeciendo la maldición de los cazcanes, aquellos aguerridos chichimecas que mantuvieron a raya a los conquistadores optando por el suicidio antes que ser sometidos. Pero no todo es inseguridad. En el aeropuerto de Zacatecas se despoja al pasajero de la botella de mezcal que traiga en su equipaje de mano como forma de prevenir el terrorismo etílico. Para el delincuente, impunidad; para el ciudadano, trato de delincuente. Así andamos.