Tras la publicación del Informe de la presidencia de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del caso Ayotzinapa (Covaj) (bit.ly/3PTBygN) no había fin a las preguntas. El motivo del ataque o la razón que llevó al gobierno federal a inventar la verdad histórica aún quedaron sin la explicación completa (bit.ly/3CEwtpw). El informe, no obstante, dejó en claro que esta última −que ya se iba desmoronando desde el primer informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (2015)− ha sido una fabricación desde el poder a fin de encubrir la verdadera dinámica de los hechos, ocultar las responsabilidades y participaciones (como la del Ejército).
Tampoco había fin a las negaciones. Los epígonos del anciene régime trataban de argumentar que el informe “era lo mismo que la verdad histórica” o que “no contenía nada nuevo”, mientras claramente reconstruye los hechos de manera muy diferente y arroja elementos nuevos. Seguían −reproduciendo la vieja retórica difamadora oficial− insinuando que “los muchachos seguro ‘estaban metidos en algo’”, “alguien los mandó a secuestrar los camiones”, etcétera. En un acto de algo que sólo podría llamarse una desesperación argumentativa, atacaban a los que “se atrevían” (sic) a negar la “verdad histórica” usando unas über-comparaciones para afirmar que... “igual se niega el Holocausto” (sic).
Así, supuestamente, “negar que los desaparecidos de Ayotzinapa fueron levantados por policías municipales, asesinados por Guerreros Unidos (lo medular del caso) y que muy (pero muy) probablemente quemaron sus cuerpos, los trituraron y echaron al río San Juan, equivale a negar los campos de concentración, trabajos forzados y exterminio de la Alemania nazi” (bit.ly/3Av2s9b).
Uno piensa que ya lo ha visto todo, hasta que realmente lo ha visto to-do. Comparar los esfuerzos de esclarecer el crimen de Iguala y cuestionar la verdad histórica −un montaje creado con confesiones bajo tortura, alteración de la, supuesta, escena del crimen (Cocula), ocultamiento de una parte del móvil (“el quinto autobús”), ocultación de la infiltración y participación del Ejército y falseamiento de la trayecto-ria del secuestro, desaparición y asesinato de los normalistas (nunca permanecieron juntos, etcétera)−, con el negacionismo del Holocausto es un argumento falso que, antes que nada, pretende ocultar el hecho que la propia “verdad histórica” ha sido y continúa siendo una suerte del negacionismo (bit.ly/3Kp6YKR, bit.ly/3Au2WML).
El negacionismo del Holocausto es un esfuerzo de rescribir la historia y negar los hechos conocidos de tal manera que se omita la existencia o el alcance del propio Holocausto (bit.ly/3TwHY8F). Lo que pretenden los negacionistas es remplazar la verdad histórica (sin cursivas) con una verdad a modo creada con base en sus creencias ideológicas e intereses políticos. Para ello ignoran, “reinterpretan” o tratan de alterar las evidencias disponibles.
Si esto suena a lo que −justamente− en plano material hicieron los arquitectos de la verdad histórica y a lo que en plano retórico siguen haciendo sus “sostenedores” −que ignoran incluso las pruebas de la alteración de las pruebas (el video de la Marina)−, no es ninguna casualidad. Ellos son los verdaderos negacionistas, no los que cuestionan la verdad histórica y es la labor de ellos que es comparable −si alguien ya invocó la “gran palabra” que inicia con la “H”− con el negacionismo del Holocausto.
La llamada verdad histórica no se habría impuesto si no fuera por toda una clase de intelectuales, periodistas y “opinadores” que optaron por promoverla (y sin toda la campaña de desprestigio hacia quienes la cuestionaban). Así, el caso Ayotzinapa se ha vuelto un punto neurálgico que marcó −y sigue marcando− no sólo las divisiones políticas, sino también las del campo intelectual y periodístico (honestidad, ética, el uso/abuso de la historia).
En este sentido −si ya estábamos en lo de las comparaciones− hay una cierta analogía con el affaire Dreyfus (bit.ly/3CDOmEP), una farsa judicial basada en una versión de verdad construida desde el poder −a qué nos suena esto...− que resultó ser una piedra de toque de la honestidad intelectual con unos “opinadores” ( antidreyfusards) alineándose con las instituciones políticas y militares −a qué nos suena esto...− y otros ( dreyfusards) empeñados a defender la verdad y la justicia, el caso que forjó el sentido moderno del término “intelectual” (véase: Shlomo Sand, The End of the French Intellectual. From Zola to Houellebecq, 2016, p. 39-48).
Igual que los “intelectuales” que hoy siguen defendiendo a toda costa −incluso con comparaciones absurdas− la “verdad” inventada por la administración que ya no está, los antidreyfusards no han muerto con el fin del régimen que acusó a Dreyfus, ni cuando toda la falsedad fue revelada. Persistieron, convirtiéndose en uno de los gérmenes del fascismo francés que desembocó en el régimen colaboracionista de Vichy y coparticipó en el Holocausto.
Richard J. Golsan, al analizar aquella mancha en la política francesa (véase: Vichy’s Afterlife, 2000), cita a Jean Baudrillard que comparó una vez el negacionismo del Holocausto con “una parte del exterminio mismo” (p. 130). El negacionismo contenido en la verdad histórica equivale justamente a esto: a una parte del asesinato que ya fue cometido, pero que en cierto modo continúa y no cesará −abriendo la puerta a más atrocidades− hasta que quede verdaderamente esclarecido y juzgado.