Cuando las certezas fallan, las miserias humanas y políticas destapan traiciones. Se imponen la mentira y la cobardía, dejando al descubierto personas débiles de carácter y sumisas al poder. Sin iniciativa, su conducta es volátil, frágil, no presenta aristas, ejecutan órdenes a la espera de ser recompensadas por su fidelidad. Aspiran a puestos de confianza, lo más cercano al tlatoani. Recurrentes en la historia, Hannah Arendt identificó este tipo de sujetos como parte del necesario engranaje para hacer viable un plan de dominación. Su referente fue el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, cuyo trabajo consistía en gasear en los campos de exterminio a hombres, mujeres, niños, fuesen judíos, comunistas, homosexuales o gitanos. Era un achichincle. No pensaba, obediente, ejecutaba el plan diseñado por sus mandamases: la solución final. Arendt acabó por tildar a Eichmann como un representante de lo que conceptualizó como la banalidad del mal. “Tendremos que concluir que éste actuó, en todo momento, dentro de los límites impuestos por sus obligaciones de conciencia: se comportó en armonía con la norma general; examinó las órdenes recibidas para comprobar su ‘manifiesta’ legalidad, o normalidad, y no tuvo que recurrir a la consulta con su ‘conciencia’, ya que no pertenecía al grupo de quienes desconocían las leyes (…) sino todo lo contrario”. Fue la escala de valores del Tercer Reich lo que hizo de Eichmann un achichincle. “Sabía muy bien cuáles eran los problemas de fondo con que se enfrentaba, no era estúpido (…) únicamente la pura y simple irreflexión fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como ‘banalidad’ (…) tampoco podemos decir que sea algo normal o común.”
Pero, ¿cuál es el motivo de traer a colación a Eichmann? Seguramente, es considerado una excrecencia de la historia, pero si retomamos a Zygmunt Bauman, en su obra Modernidad y Holocausto, entenderemos mejor la vigencia y significado de la banalidad del mal, más allá de quien la encarne. “El Holocausto no fue solamente un problema judío ni fue un episodio sólo de la historia judía: El Holocausto se gestó y se puso en práctica en nuestra sociedad moderna y racional, en una fase avanzada de nuestra civilización y en un momento álgido de nuestra cultura y, por esta razón, es un problema de esa sociedad, de esa civilización y de esa cultura.”
Hoy, esta sociedad culta, racional, civilizada convoca a la guerra. Sus hacedores se justifican. Occidente sufre el embate de los rusos, enemigos a combatir. Y ahí surgen los achichincles. Ellos cumplen con su función. Si nos atenemos a Max Weber, se atienen a la ética de la responsabilidad, se deben a la OTAN, institución supervisora de la “paz mundial” con sede en Bruselas, mando en el Pentágono y la Casa Blanca. Los achichincles sólo escuchan su voz, la del tlatoani, cuyas palabras no pueden ser cuestionadas. Joe Biden representa ese poder, aunque tras de sí, reconozcamos el complejo industrial militar y financiero que mueve los hilos.
Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y de Seguridad, es buen ejemplo de achichincle. Sin ideas propias, cumple órdenes, para eso lo pusieron en el cargo. Atormentado por su pasado socialdemócrata, incluso socialista, se sube al carro de los defensores de la supremacía de Estados Unidos en el planeta. Pero hace años, apuntaba maneras. Dejó huella como ministro de Pedro Sánchez, al reconocerle a Juan Guaidó la condición de presidente “legítimo” de Venezuela. Y se manifestó abiertamente contra el gobierno legítimo de Nicolás Maduro. Sin escrúpulos, es sumiso, hace lo que le mandan y cumple a cabalidad las órdenes. Así se ha tejido su vida política. No ha dejado de ser un camaleón político. Su traje se adapta a las necesidades de sus jefes, quienes pagan sus servicios con nombramientos de postín. Así, tras dejar el cargo de presidente de la Eurocámara, fue director del Instituto Europeo Universitario de Florencia, dedicado a estudios de posgrado e investigación.
Borrell no pierde el tiempo como achichincle. Así lo atestiguan sus recientes declaraciones en Quo vadis Europa?, curso de la Universidad Menéndez Pelayo. Sin sonrojarse, sentenció: “Voy a proponer en el Gymnich una potente misión de entrenamiento del ejército ucranio por parte de la Unión Europea, no entiendo muy bien por qué mandamos misiones de entrenamiento al ejército de Mozambique y no lo mandamos al ejército de Ucrania, pero una misión de entrenamiento potente, poderosa, no sólo de entrenamiento, sino de organización, hay que ayudar a su ejército a defender a su país”.
En otros términos, se descarta un plan de paz. La guerra es la opción, no importa el sufrimiento. Un objetivo, el marcado por la OTAN, rendición incondicional de Rusia. Sus palabras recuerdan el discurso de Joseph Goebbels en el Sportpalats de Berlín, el 18 de febrero de 1943, pidiendo, bajo el grito de ¡guerra total!, todo el apoyo al Tercer Reich, cuando el ejército nazi había entrado en desbandada. Hoy, el presidente de Ucrania, Volodymir Zelensky, está satisfecho. Borrell, el achichincle de Estados Unidos, hace su trabajo bajo el principio de la banalidad del mal, llamando a la guerra total. ¿Qué más se puede pedir?