La “verdad histórica” fue un encubrimiento. Se produjo mediante la tortura de 77 personas, la fabricación de una escena del crimen y un gasto de millones de pesos para producir una película, al menos tres libros y cientos de opiniones en los medios. Tres verdades se trataron de encubrir con este despliegue monumental de mentiras: que no había diferencia entre el crimen organizado y las policías municipales y estatal de Guerrero; que los estudiantes de la Normal Isidro Burgos fueron detenidos para, luego, dividirlos en grupos, asesinarlos, destazar sus cuerpos y repartir los restos en diversos puntos de la propia ciudad de Iguala; finalmente, ocultar que el Ejército había participado de toda aquella monstruosidad.
La primera mentira del entonces procurador Jesús Murillo Karam, hoy preso, y Tomás Zerón, el encargado de las investigaciones criminales en el país, hoy prófugo en Israel, fue asegurar que los normalistas se habían buscado su desenlace por estar involucrados con un grupo criminal. Así, como en una versión calcada de la matanza del 2 de octubre de 68, se sostuvo que era un enfrentamiento entre Rojos y Guerreros Unidos. Se ha probado que los normalistas no tenían nada que ver con el crimen organizado y, para muestra, hoy se puede leer en el informe de la presidencia de la Comisión del Caso Ayotzinapa, que todos los mensajes telefónicos de los estudiantes la noche de su desaparición son entre alumnos. Por el contrario, los de los policías municipales son con dirigentes del crimen organizado de Guerreros Unidos. La “verdad histórica” trató de ocultar que existía un grupo de élite de las policías de Iguala, Huitzuco y Cocula llamado Los Bélicos, que eran ya un cuerpo intermedio entre la autoridad policiaca y el sicariato. Su existencia señala con claridad que en el Guerrero de Ángel Aguirre las policías eran ya un brazo armado del crimen organizado, y no al revés. No es que la policía haya “entregado” a los jóvenes de 16, 17 años a los narcotraficantes, sino que estaban bajo sus órdenes. Esa noche entre el 26 y 27 de septiembre de 2014, se desplazan casi la mitad del total de policías de Huitzuco y los municipales de Cocula, sin que exista una orden oficial, sólo la comunicación de Guerreros Unidos. La actuación de la policía estatal y federal responde a la misma orden. Después del 27 de septiembre, una vez que Guerreros Unidos recibe de un personaje en la Ciudad de México al que se identifica como el A1 la certeza de que “todo se va a enfriar rápido”, se rompe la relación y los delincuentes acaban en manos de los otros delincuentes, los de la autoridad del gobierno de Peña Nieto, Murillo y Zerón, para, torturados, confesar lo que se les dice: que incineraron a los muchachos en el basurero de Cocula y dispersaron los restos en el río San Juan.
La segunda mentira de la “verdad histórica” es, precisamente, que los normalistas habían sido llevados juntos, los 43, a su incineración en un basurero. Desde marzo, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales, el GIEI, había presentado un video encontrado durante la apertura, ordenada por López Obrador, de los archivos de la Marina: en él se ve cómo la Procuraduría de Murillo y Zerón esparce bolsas y enciende un fuego, horas antes de que aparezcan los forenses. Lo que vimos fue la fabricación de una escena del crimen, aun antes de que los torturados de Guerreros Unidos la señalaran. Para quienes todavía recordamos los debates de si era o no posible que se incineraran 43 cuerpos humanos en una noche lluviosa, el video resultó en uno más de los huecos de aquella verdad que dio Murillo Karam para pasar la página, para “superar” la tragedia –como dijo en diciembre de 2014 y enero de 2015 Enrique Peña Nieto– con una mentira manufacturada que ponía a salvo a las policías y al Ejército mexicanos. Porque, según se lee en el anexo 8 del informe, los 43 desaparecidos no abandonaron Iguala: unos fueron cremados y otros llevados probablemente al batallón 27 del Ejército, lugar al que los familiares de los muchachos llegaron para tratar de buscarlos. Se encontraron con un militar que, con media sonrisa, respondía con silencio al padre de familia que le preguntaba: “¿Dónde están? ¿Dónde los tienen?”
La tercera mentira fue que el Ejército no estaba involucrado. Consideraba a la Normal Isidro Burgos como un objetivo de contrainsurgencia. La tenía espiada con el programa israelí Pegasus. Ahora sabemos que tuvo conocimiento en tiempo real de los balazos, las detenciones y las desapariciones. No sólo los militares de Iguala, sino los de Chilpancingo, la zona militar de Guerrero y, probablemente, la Secretaría de la Defensa. También, el CISEN de la Secretaría de Gobernación de Miguel Ángel Osorio Chong, a cargo de Eugenio Ímaz. El Ejército tenía tres infiltrados siguiendo las actividades de los alumnos de la normal rural. Uno de ellos, Julio López Patolzin, resultó desaparecido sin que la institución a la que pertenecía levantara un dedo para rescatarlo. Otros, como el capitán José Martínez Crespo, se dedicó a pedir identificaciones a los estudiantes que buscaban ayuda médica en la Clínica Cristina. Pero los militares tuvieron una participación destacada en el encubrimiento de las desapariciones. El coronel José Rodríguez Pérez aparece en las comunicaciones de los criminales como el que va a garantizarles un lugar al que llevar “los paquetes” –duele ese nombre que le dan a los jóvenes capturados– y que presumimos es el cuartel del 27 Batallón. Al final, así como la autoridad de seguridad se mezcla con el crimen organizado, la contrainsurgencia militar termina confundida con el encubrimiento.
Como en el caso de otras atrocidades cometidas por las autoridades en décadas pasadas, la pregunta por el motivo siempre tendrá respuestas nebulosas. Si pensamos, por ejemplo, que la matanza de estudiantes que iban a conmemorar los normalistas desaparecidos, la del 2 de octubre de 68, tuvo como motivación que el presidente Díaz Ordaz y su secretario de Gobernación, Luis Echeverría, querían terminar con las protestas a 10 días de la Olimpiada o que la razón del gobernador de Guerrero Rubén Figueroa Alcocer para mandar asesinar el 28 de junio de 1995 a 17 campesinos cafetaleros fue: “El gobierno no se puede doblegar ante la intolerancia”, entonces, los motivos para Ayotzinapa pueden ser igual de difusos. Al 68 se le ha tratado de dar un contenido de lucha por la sucesión presidencial y a la matanza de Aguas Blancas la actividad del narcotráfico en manos de los asesores militares de Figueroa, Acosta Chaparro y Quiroz Hermosillo. A Ayotzinapa se le atribuye como motivo el quinto autobús, que supuestamente llevaba millones de dólares en heroína, tomado por azar en las apropiaciones de los estudiantes. Como sea, entender Ayotzinapa es comprender el desdén por las víctimas y la certeza que tienen las autoridades, que tuvo Murillo Karam, de que la verdad era la que él decidía.