No hay atenuantes: los ataques mortales contra periodistas se han multiplicado en los años recientes en México, sin que sea proporcional la eficacia institucional para frenar tales asesinatos (que no son las únicas agresiones físicas al gremio), menos para prevenirlos.
Tales ataques tienen relevancia especial en cuanto las víctimas pertenecen a un oficio de alto interés público, el de reportar y analizar hechos importantes de la sociedad. Pero tales historias de dolor forman parte de la gran tragedia nacional: en el país entero suceden cotidianamente actos delictivos similares. No es una coartada, sino un lamento: los periodistas asesinados sólo son una parte ínfima del número de muertes violentas, regularmente hundidas en la impunidad.
El contexto en que se desarrolla el periodismo en México no es, técnicamente, el de una guerra civil, pero sí el de una nación cuyos problemas acumulados estallan por la vía de la violencia y la supremacía del más fuerte, o mejor armado, o más habilitado para no recibir castigo.
Sin embargo, vale apuntar que el periodismo mexicano de a pie, que es en el que se concentran los asesinatos, suele vivir en situaciones laborales precarias, explotado por empresarios que lo utilizan como moneda de cambio para sus negocios realmente redituables, tocado también ese periodismo monetariamente desvalido, ha de decirse, por los tentáculos tan extendidos del crimen organizado y sus vertientes políticas o gubernamentales.
Planteado lo anterior, es importante diferenciar las protestas y denuncias del periodismo de a pie, del que sufre la realidad de un sistema injusto, del oportunismo de personajes, medios, empresas y organizaciones de la élite periodística que en México y en el extranjero pretenden beneficiarse políticamente de la desgracia que ellos han propiciado mediante sus alianzas, silencios y complicidades.
Sí: hay que elevar la voz en demanda de justicia en los casos de periodistas de a pie caídos, el más reciente en Chilpancingo, Guerrero, Fredid Román. Pero hay que rechazar y denunciar la cínica quejumbre lucrativa de las voces que desde las élites, desde los poderes, vigentes o desplazados, sumieron a la nación en la crisis actual y ahora intentan disfrazarse de críticos dolidos, de voceros compungidos, de salvadores y héroes de un periodismo al que no han honrado ni han defendido nunca de verdad.
Entre coros de “¡presidente, presidente!”, el secretario de Gobernación y precandidato a la máxima postulación de 2024 anunció ayer a diputados de Morena que al abrir su periodo de sesiones San Lázaro, el próximo 1º de septiembre, se presentará la iniciativa presidencial que busca consolidar lo que de facto ya se vive, la militarización de la Guardia Nacional.
Tal iniciativa recibirá trato preferencial, conforme a las atribuciones presidenciales, para ser analizada y votada en 30 días. De ser aprobada, pues Morena y sus aliados tienen la mayoría simple de votos (la mitad más uno de los sufragios de los legisladores presentes), pasaría al Senado, donde igualmente tendría un lapso de 30 días para su procesamiento.
La Constitución vigente, en su artículo 21, menciona en dos ocasiones que la Guardia Nacional tiene “un carácter civil”. Es decir, no tan sólo que a la cabeza formal de ella esté un civil (así sea, forzando la justificación, el hecho de que el Presidente de la República lo sea), sino que tal Guardia tenga una plena identidad civil.
Habrá de verse la manera en que la Presidencia de la República buscará intentar la modificación de una ley para militarizar la Guardia Nacional cuando la Constitución lo prohíbe. Morena y sus aliados tienen la mayoría simple, como se ha dicho, para aprobar tales reformas legales, que no constitucionales, pero probablemente tales reformas serán sometidas a la resolución final de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. ¡Hasta el próximo lunes!
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