A pesar de las inconsistencias y fragilidades de la Fiscalía General de la República, ha sido sujeto a proceso penal el siniestro ex procurador general de la República Jesús Murillo Karam.
Es una buena noticia, pero sólo un primer logro, tambaleante, en un camino de litigio penal que debe cuidarse, institucional y socialmente, para evitar que en este caso, el más delicado que enfrenta el proyecto llamado Cuarta Transformación, haya pifias, confusiones, retrocesos e insuficiencias como en los relacionados con Emilio Lozoya, ex director de Pemex, y Rosario Robles Berlanga, ocupante de dos secretarías de Estado con Enrique Peña Nieto.
Murillo Karam no ha arriado banderas: defiende su fabricación llamada “verdad histórica” y, en consonancia con lo que alegan plumas y micrófonos aliados del peñismo y sucedáneos, afirma, con el cinismo que le es consustancial, que nadie ha podido “tirar” su fabulación.
En este contexto, la demanda de verdad y justicia auténticas, no dosificadas ni acomodadas a conveniencia política actual, convierte el caso de los estudiantes de Ayotzinapa en oportunidad y reto de cambio real en la relación de la sociedad, y el poder emanado democráticamente de ella, con el entramado corrupto e impune de políticos, medios, policías, jueces y militares.
Alejandro Gertz Manero ha dado constantes muestras de incumplimiento de sus obligaciones y de un uso enérgico de sus facultades solamente para asuntos que le interesan. Sería sumamente lesivo para la sociedad que en el caso de Murillo Karam permita o siembre ingredientes que permitan al hidalguense confirmar la impunidad extrema en México.
En otro tema: es obvio que el Presidente de la República puede invitar a quien desee a integrarse a la administración pública federal. Ha de suponerse que, al convidar a alguien a compartir la grave responsabilidad de gobernar, el invitador debería procurar afinidades y compromisos con las políticas que le llevaron al poder, sobre todo si lo que se busca es la regeneración nacional.
Resulta muy difícil conciliar los propósitos de la llamada Cuarta Transformación con la más reciente adquisición anunciada por el presidente Andrés Manuel López Obrador: ni más ni menos que Carlos Joaquín González, miembro de la familia que largamente ha concentrado el poder político y económico en Quintana Roo, entidad que ha sido gobernada por Pedro Joaquín Coldwell (medio hermano de Carlos, hijos ambos del poderoso empresario de ascendencia libanesa Nassim Joaquín Ibarra, ya fallecido) y donde otra hermana, Addy Joaquín Coldwell, fue diputada y senadora, con carrera primero en el Revolucionario Institucional y luego en Acción Nacional.
Carlos Joaquín González es de alguna manera una hechura o herencia de Enrique Peña Nieto, durante cuya administración fue subsecretario federal de Turismo. En 2016, con Roberto Borge como gobernador por salir, éste y el ex gobernador Félix González Canto maniobraron para cerrarle el paso a Joaquín González, ante lo cual Los Pinos usó las siglas de alquiler del Partido de la Revolución Democrática para urdir, en alianza con Acción Nacional, una candidatura “del cambio”, “contra el PRI”.
No hay razones sensatas para que Carlos Joaquín pueda ser agregado ahora a la plantilla obradorista: sus cuentas como gobernador son malas, tirando a pésimas, cada vez peor aquella entidad. El único “mérito” para darle pase a la impunidad es que, como en otros estados del país con procesos electorales, favoreció el triunfo de Morena, con María Elena Hermelinda Lezama Espinosa, conocida como Mara Lezama, como candidata triunfadora, ya en vías de tomar posesión.
El pago de favores electorales a gobernadores salientes constituye un virtual salvoconducto político y judicial: los morenistas entrantes no pueden sostener investigaciones ni procesos por corrupción u otros hechos delictivos contra los antecesores, porque al dejar éstos el cargo quedaron protegidos por la voluntad presidencial, contra la cual tales morenistas prefieren no ir. Mala cosa. ¡Hasta mañana!
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