Cuestionado como ninguno de sus antecesores, Carlos Salinas de Gortari impulsó lo que él consideraba la modernización del país. En su ánimo se conjuntaron los controvertidos resultados de las elecciones de 1988 y la convicción de integrar al país en el proceso de globalización económica, por lo que promovió cambios normativos que acrecentaran tanto su legitimidad (erosionada por la “caída del sistema” electoral) como la incorporación de nuevos actores al proyecto de transformar la economía nacional.
En el discurso de toma de posesión, Salinas aseveró: “El Estado moderno es aquel que mantiene transparencia y moderniza su relación con la Iglesia”. El singular aserto denotaba que su interés estaba en la institución religiosa tradicional y de mayor peso simbólico en el país: la Iglesia católica romana. En la cúpula de ésta recibieron con beneplácito las palabras presidenciales. El anuncio presidencial hizo que liderazgos de minorías religiosas iniciaran conversaciones para participar en la discusión pública y no permitir que la negociación fuera bilateral, es decir, solamente gobierno federal/Iglesia católica. A la demanda de no privilegiar a la institución eclesiástica mayoritaria se sumaron voces y agrupaciones convencidas de fortalecer la laicidad del Estado mexicano.
La movilización para diversificar la pretendida “modernización de relaciones del Estado con la Iglesia” debió modificarse para incluir confesiones religiosas minoritarias. El cambio fue notorio en el tercer Informe de Salinas (1º de noviembre de 1991), entonces habló de “promover la nueva situación jurídica de las Iglesias”. Al acto fueron invitados seis representantes de la jerarquía católica, pero la sorpresa fue que también recibieron invitación cuatro líderes evangélicos: dos bautistas, un presbiteriano y un metodista. No fue accidental que a los protestantes les hayan asignado asientos muy cerca de los que ocuparon Girolamo Prigione, Ernesto Corripio Ahumada y los otros jerarcas del Episcopado. Por falta de tablas, los representantes evangélicos no supieron aprovechar la ocasión. Al terminar el informe de Salinas los reporteros asediaron a los personajes católicos, mientras que los cuatro evangélicos pasaron inadvertidos y no supieron cómo aprovechar la presencia de los medios informativos.
Entonces, durante lo que fue la discusión de la que sería Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público (cuyo decreto fue firmado por Salinas de Gortari el 14 de julio de 1992), por inercia cultural y desconocimiento de la pluralidad religiosa existente en el país, buena parte de académicos, políticos, periodistas y otros observadores de los procesos sociales continuaron reproduciendo juicios sobre “las otras iglesias” que las estigmatizaban por ser contrarias a la que llamaban, sin explicarla, idiosincrasia mexicana.
Eran pocos quienes, como el sociólogo Rodolfo Casillas, hacían certeras afirmaciones respecto del imaginario dominante en la clase gobernante del país: “En la sociedad mexicana, en sus instancias gubernamentales de reflexión académica y de cosmovisión católica, se cuenta con un conocimiento sobre las organizaciones protestantes y no cristianas que se caracteriza por ser parcial, descalificador, incompleto, en muchos casos prejuiciado, indiferenciado, generalmente ideologizado”. En consecuencia, advertía, “si este es el tipo de conocimiento que le llega al ciudadano común, no debiera extrañar su intolerancia religiosa y social, que no sólo queda en el cartelito en la puerta o ventana de ‘este hogar es católico, no se admite propaganda protestante’, sino incluso el ver con recelo a los propios católicos que se apartan de la ortodoxia en la realización de su compromiso de fe en esta vida”.
Un efecto no buscado por el proyecto salinista de modernizar las relaciones Estado-Iglesia(s), fue despertar de su autoaislamiento a sociedades religiosas no católicas, particularmente a las evangélicas y/o protestantes, cuyos liderazgos comenzaron a construir una plataforma común. Una de tales plataformas, en la que confluyeron representantes de las iglesias históricas protestantes (que guardan alguna línea de continuidad con la reforma del siglo XVI y movimientos de los dos siglos posteriores) y liderazgos del plural pentecostalismo mexicano, fue el Foro Nacional de Iglesias Cristianas Evangélicas de México, que pugnó, para empezar, por la igualdad semántica de las comunidades eclesiales en la proyectada nueva ley. Los jerarcas católicos buscaron que solamente se denominara Iglesia a su institución y a todas las demás con otro término.
La Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público es perfectible, podría dar cuenta de mejor forma del plural, y en constante proceso de pluralización, campo religioso nacional. Con todo, me parece que el principio de laicidad del Estado debe preservarse porque, lo he escrito antes, es bueno para el Estado, pero es mejor para las iglesias.