Los pactos de impunidad han trastornado sin pausa la vida pública del país. Arreglos de las élites políticas y económicas padecidos por las mayorías desde tiempos inmemoriales. La corrupción nació anidada en esos acuerdos de los gobiernos del PRIAN, sin diferencia entre PRI y PAN. Su complicidad ha sido inquebrantable. El constante latrocinio de los recursos públicos fue el pan de cada día, protegido por los pactos para la impunidad de la corrupción eterna.
Pero ha habido otras alianzas de índole más canalla: los pactos de impunidad para el asesinato de quienes son vistos como enemigos políticos imposibles de cooptar, que representan un peligro amenazante para el poder político de los personeros de los gobiernos, según la visión de los asesinos, autores “intelectuales”. Que la vida de los mexicanos sin poder político o económico no vale nada para esos políticos, lo ilustra el hecho de que los asesinatos políticos impunes han sido decididos no sólo al más alto nivel del gobierno, sino en los tres niveles de gobierno; a lo largo y ancho de la República, hasta en los últimos municipios. El asesinato ha sido, así, un mecanismo normalizado de gobierno por todo México, pétreamente resguardado por los pactos de impunidad. En esos pactos ha participado el Poder Judicial –a veces a la intemperie muy a su pesar–, con las excepciones de no siempre.
El mayor saqueo de los recursos públicos de los mexicanos, decidido en un solo acto, cobijado por un pacto de impunidad, fue el Fobaproa. La ferocidad del acuerdo llegó al extremo cínico de ser convertido en ley. Del mismo modo, cuando el poder constituido lo ha juzgado conveniente, ha operado un asesinato de alto calibre político; Colosio fue uno. En este caso fue construido un pacto de impunidad pasado por los filtros santificantes de la legalidad, mediante una judicialización idónea. Entre 1985 y 1994 fueron asesinados 265 miembros de un PRD aún no domesticado; entre septiembre de 2017 y agosto de 2018, en el marco de la campaña presidencial, fueron 145. Como los atrapados en la guerra sucia, arrojados al océano Pacífico.
Uno de los pactos de impunidad más emblemáticos es el de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. En ese asesinato masivo, masacre es el nombre de precisión, participaron los tres niveles de gobierno, asociados a un grupo del crimen organizado. Es increíble que se haya sostenido ese convenio; se mantuvo contra viento y marea pese al numeroso grupo de todo tipo de personas que participaron. Policías, militares, funcionarios y empleados menores de gobierno, delincuentes, civiles pobres, fueron testigos de una gran diversidad de aspectos del “operativo”. Sin ser destruido por los factores que lo constituyeron, el pacto empieza a derrumbarse por una investigación casi heroica: ha debido avanzar en medio de la destrucción vil de pruebas que formaron parte del “operativo”. Han empezado a abrirse las puertas de la certeza, gracias a la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa. El trabajo de Alejandro Encinas ha sido eminente.
¿Qué mantuvo y mantiene la boca cerrada de todos los que saben porque estuvieron ahí? Tal vez el pánico a ser detectado y asesinado. Como varios que, parece, lo intentaron. Todos quienes ahí estuvieron saben, entre mil otras cosas, el destino que el gobierno le decidió a Julio César López Patolzin, soldado del Ejército sacrificado junto con los estudiantes de la normal Isidro Burgos, borrados del mapa. Si “uno de los suyos” fue traicionado y sometido a la muerte sin miramientos, cualquier otro...
Lo más difícil de imaginar es el móvil del crimen. ¿El poder del Estado estaba amenazado por unos estudiantes pobres? ¿Porque querían participar en una marcha en la Ciudad de México? ¿Fue una sanguinaria masacre de propósito ejemplar? ¿Quiénes amenazaban el poder del Estado en 2014? Nadie, ni Morena, que en ese año no había quien diera un centavo por su futuro. El móvil puede quedar en la bruma. ¿La cúpula del poder en el gobierno de Peña Nieto había llegado a un nivel tal de vesania que se creyera con un poder absoluto, con licencia ilimitada para matar? ¿El PRI de entonces creyó que había regresado para quedarse por siempre jamás?
El pacto de impunidad de la masacre se derrumba ante nuestros ojos por la fuerza de las cosas, por la voluntad política de aclarar esta masacre hasta sus últimas consecuencias. El proceso a los asesinos ha comenzado a quitarnos un peso extremo de encima. Pero también nos ilustra sobre el poder actual de la sociedad: sí se puede. Sí es posible demoler un pacto de impunidad de máxima ferocidad que tuvo todo el poder del Estado detrás.
Los pactos de impunidad: esa es la verdad histórica. Morena está solo en la tarea profiláctica esencial de eliminarlos: los otros partidos han sido sus autores. El futuro debería estar sembrado con las ruinas de esa arma atroz hecha para la masacre y para el saqueo. Algo imposible sin avanzar más, muchos más, en adecentar a fondo el Poder Judicial.