Tres acontecimientos se empalman en la masacre de Ayotzinapa. El central es la salvaje agresión contra los estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos por el crimen organizado, militares y policías. El segundo consiste en la decisión de agentes estatales de distinto nivel de no intervenir para evitar que el crimen se consumara, pese a contar con información en tiempo real de lo que acontecía. Finalmente, tenemos la maniobra estatal para ocultar la verdadera dinámica de las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, y la fabricación de una versión de los hechos, a todas luces falsa.
El reciente informe de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del caso Ayotzinapa (https://bit.ly/3wmYqhP) tiene grandes e importantes huecos. No precisa, por ejemplo, algo tan destacado como dónde están los restos de 40 estudiantes desaparecidos (tres fueron ya identificados). Tampoco por qué los responsables de la seguridad no hicieron nada para evitar la barbaridad. Menos aún explica qué llevó al gobierno federal a inventar la monstruosidad de la “verdad histórica”. Su lectura permite intuir muchas hipótesis, pero éstas no se enuncian explícitamente.
Mala señal adicional es que la judicialización de Murillo Karam no la haya hecho la unidad del caso Ayotzinapa, sino la Seido. La recriminación a fiscales por el juez en la audiencia del ex procurador, por “no estar preparados” para la diligencia de imputación, es un pésimo mensaje. Tampoco pinta bien el señalamiento del GIEI, de que “no conocimos, ni hemos accedido directamente y examinado el material del cual surgieron las capturas de pantalla que aparecen a partir de la página 38 del informe. Tampoco hemos accedido a los peritajes practicados sobre los mismos”.
Pese a ello, pareciera que el informe es un paso adelante en el esclarecimiento de los hechos y en la apertura de una puerta para juzgar y castigar a responsables de la masacre y su encubrimiento. Admitir que se trató de un crimen de Estado es un suceso relevante, cuyas consecuencias a mediano plazo son imprevisibles.
Es falso que el informe no tenga nueva información y que todo lo que señala se supiera con anterioridad. Más mentira aún es que su contenido sea el mismo de la “verdad histórica”. A los únicos que les interesa propalar estas versiones es a quienes elaboraron, defendieron y se beneficiaron con los embustes del discurso oficial peñista.
Un solo ejemplo, entre muchos. La “verdad histórica” ocultó, contra todas las evidencias y testimonios disponibles, la existencia del famoso quinto camión, en el que se trasportaba heroína o dinero. En cambio, el nuevo documento confirma el traslado del autobús EcoTer sin ser detenido, librando 16 retenes en el perímetro de Iguala en todas sus salidas. ¿Quién, sino el Ejército, fue capaz de facilitar una operación de esa magnitud?
Más allá de lagunas y limitaciones, el documento de la Comisión de la Verdad aporta datos importantes sobre el ataque contra los normalistas y la maniobra gubernamental para oscurecerlo.
Pero, además, donde antes había piezas sueltas o unas pocas ensambladas, hoy hay un rompecabezas que, sin estar completamente resuelto, agrupa con sentido sus pedazos. Hay una narrativa sustentada en evidencias sólidas, no arrancadas mediante tortura, que pareciera abrir la puerta para conocer lo sucedido y castigar a (algunos) culpables.
El informe señala, una y otra vez, la responsabilidad de soldados y marinos en el crimen de Estado. Confirma que los mandos militares de la región no realizaron, como estaban obligados, acciones para la protección y búsqueda del soldado Julio César López Patolzin, uno de los infiltrados por el Ejército entre los normalistas, en una acción claramente contrainsurgente. Su rastreo podría haber ayudado a hallar con vida a algunos jóvenes. No es un decir. Cuatro días después de la noche de Iguala, seis estudiantes estaban con vida, secuestrados en una bodega en Pueblo Viejo.
El documento muestra la presencia del narcoestado en la región, y el papel del Ejército en él. “Existió –señala el informe– una evidente colusión de agentes del Estado mexicano con el grupo delictivo Guerreros unidos que toleraron, permitieron y participaron en los hechos de violencia y desaparición de los estudiantes, así como en el intento del gobierno de negar la verdad de los hechos.”
El Ejército supo en tiempo real lo que sucedía y no sólo no hizo nada para evitarlo, sino que muchas cosas no habrían podido pasar sin su intervención directa. En una conversación entre El Chino –líder visible del grupo delictivo– y un militar de alto rango identificado como El Coronel, éste ordenó que “soldados saquen los restos de Iguala”, y agregó: “Se llevaron la mayoría al batallón” (https://bit.ly/3AfWdpm).
Por encima de cualquier consideración, si algo hizo posible que se derrumbara la “verdad histórica”, comenzara a conocerse la verdad sobre la noche de Iguala y pareciera abrirse una ventana para que asome la justicia, es la heroica, abnegada e inclaudicable lucha de los padres de familia de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Sin su indoblegable voluntad de llegar al fondo del asunto, sin su incansable decisión de encontrar a sus hijos, sin su sabia desconfianza hacia los cantos de sirena oficiales, sin su determinación de movilizarse cada uno de los días para que el olvido no derrote a la memoria, muy poco se habría logrado.
Más allá de estas reflexiones iniciales al filo del abismo, para evaluar a fondo el alcance del informe de la Comisión de la Verdad, es necesario aguardar a que los padres den a conocer su opinión sobre éste. Su autoridad moral es indiscutible. Nadie mejor que ellos para sopesar la genuina trascendencia del documento. Este jueves la conoceremos.
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