El temor al contagio de covid-19 parece esfumarse como una pesadilla al despertar. Las sonrisas reaparecen en los rostros desenmascarados de los paseantes. Y, si los parisinos se han ido de vacaciones, los turistas invaden París. Venidos de naciones vecinas o lejanas, escucho, de nuevo, hablar diferentes lenguas cuando camino o me siento en una mesa en la terraza de un café. Reconozco algunos idiomas: el musical italiano; el inglés muy claro de los habitantes del Reino Unido, tan distinto de la pronunciación a balazos del cowboy estadunidense interpretado por el macho John Wayne; el ruso tan sensual de Tolstoi y Bulgakov; el alemán gutural de Marlene Dietritch; el alegre portugués de los brasileños, distinto de la melancolía del fado; la melodiosa suavidad del canto chino; el cortante acerado del japonés; el árabe de donde heredamos los principios en “al” de palabras como alhaja y alcázar, o el español tan diverso como el origen de las personas que lo hablan. El duro acento de algunas regiones de España, la suavidad de Centroamérica, los frecuentes “che” de los argentinos con sus caídas de frase, la velocidad del habla colombiana, el rítmico baile tamborileado por los cubanos, para no hablar de los varios acentos de los mexicanos, sean norteños de Chihuahua o sureños de Chiapas, salpicado y altisonante de Veracruz. Y las variaciones siguen cuando se escucha el español de la capital, pues no es el mismo cuando proviene de Polanco o de la Guerrero, de Narvarte, o de las Lomas. Sin contar que un estudiante de arquitectura tiene un acento particular distinto al de un egresado de ciencias políticas.
Mientras juego a distinguir una lengua de otra, se me ocurre que la leyenda de la torre de Babel no debería considerarse un castigo. La verdadera pena sería la uniformidad de las lenguas y del pensamiento. No dejo de sentir inquietud cuando veo que se intenta uniformar gustos, vestimentas, ambiciones, en fin, a la persona convertida en el consumidor a quien se bombardea con propaganda y publicidad convenciéndolo, a la vez, de ser quien decide su voto electoral y quien selecciona sus compras diarias.
El último libro de James Joyce, publicado con el título de Finnegans Wake, provocó una estupefacción aún más grande que el escándalo causado por la aparición de su novela Ulysses, editada por la heroica Sylvia Beach en su librería de la calle del Odéon, en París. Este último libro del escritor irlandés representaba una gigantesca creación, verdadera bomba, decididamente intraducible, pues fue escrito en una lengua que no existe y donde las palabras son compuestas de diferentes sílabas extraídas de idiomas diversos. Al final de su vida, Joyce, quien vivía en Trieste, cerca de Italia, prefería escuchar las palabras dichas por todos aquellos que las pronuncian, y se interesaba más en el sonido de los vocablos que oía que en su sentido. Escribía con el oído. Su último sueño habría sido poder restituir en un libro el sonido que produce un río que fluye. Tales son, por otra parte, las primeras palabras de Finnegans Wake: “Riverrun...”
Hace algunos años, de pie en la calle, frente al Palacio de Minería en la Ciudad de México, Salvador Elizondo y Jacques Bellefroid hablaban sobre las posibilidades de traducción, al español o al francés, de esta última, y casi impenetrable obra de James Joyce. Alguna vez, Elizondo había intentado colaborar en la traducción del primer capítulo de Finnegans Wake. Él mismo reía, ahora, de esta luciferina tentativa de traducir lo intraducible. Igual sería lanzarse a la traducción del sonido del agua en un río. Se propusieron entonces llevar a cabo y de inmediato una perfecta traducción de la primera página de esta novela y, sin ponerse de acuerdo de antemano, sus voces recitaron al mismo tiempo las palabras con que se inicia el libro: “Riverrun...”
Y, como debía ser una edición bilingüe, se reproduciría cada página idéntica una frente a otra, a derecha y a izquierda.