La verdad es que a cada día que pasa, la situación en Brasil se hace más y más confusa y tensa. En forma inexorable se acercan las elecciones generales del 2 de octubre y el ultraderechista presidente Jair Bolsonaro reitera ejemplos de que está cada vez más furioso e insiste en sus amenazas contra las instituciones.
Las fuerzas armadas, elemento crucial en el golpe ansiado por Bolsonaro, se mantienen en un estruendoso silencio.
Mientras los responsables de su campaña insisten en pedirle que se muestre más cuerdo y tranquilo, su palpable desequilibrio crea escenas como las del pasado jueves, cuando trató de agredir a un manifestante que, vaya contradicción, es un conocido activista de la derecha más radical en las redes sociales.
Éste, un cabo reformado del mismo ejército que Bolsonaro llama “mío”, lo criticó por su alianza con los partidos políticos más corruptos del país, que él se había transformado en la “putita del Centrazo”, en alusión a los grupos que se definen como de “Centro” y que no se venden jamás: se alquilan al poder, como lo hicieron en las últimas décadas.
El escenario de crisis y miseria (son 33 millones de brasileños en situación de hambre, la inflación anual ronda 10 por ciento, el desempleo alcanza a otro 10 por ciento de la fuerza laboral) no hace más que enturbiar de manera creciente el escenario electoral.
En tanto, la atención se divide entre la disputa presidencial y la lucha insana por la sobrevivencia de un creciente batallón de miserables; se acumulan números y cifras que no hacen más que proyectar sobre el futuro presidente, que acorde con las encuestas será Luiz Inácio Lula da Silva, un escenario de devastación que costará un esfuerzo olímpico para ser revertido.
Llama la atención, por ejemplo, el aumento brutal de invasiones y ataques contra las tierras indígenas.
Fueron mil 294 casos en 2021, lo que significa más de tres cada día o poco más de uno cada ocho horas.
Esos ataques varían de explotación ilegal de recursos naturales a daños al patrimonio indígena, como la destrucción de aldeas enteras para luego ocupar sus territorios.
Los atacantes son mineros, pescadores y cazadores ilegales. Sólo en las tierras de la tribu yanomami, una de las comunidades indígenas más pobladas y de las que más luchan por sus derechos, operan casi 20 mil mineros ilegales.
La violencia con que actúan no tiene límites. Se multiplican las agresiones, y ahora hasta los niños se han vuelto blanco de la furia de los invasores y son asesinados frente a sus padres.
Es verdad que mineros, cazadores y pescadores ilegales, invasores todos, siempre existieron y siempre actuaron de manera claramente criminal. Pero nunca fueron tantos ni se movieron con tanta impunidad como ahora, gracias al clarísimo desmantelamiento de instituciones de protección a los indígenas llevado a cabo por el gobierno de Jair Bolsonaro. Además, cuentan con el claro incentivo del presidente para seguir invadiendo de manera ilegal y explotando a sus anchas la naturaleza.
Las agresiones no se limitan a la región Amazónica, donde quiera que existan comunidades indígenas, en sus tierras debidamente –o supuestamente– protegidas por la Constitución–, los invasores actúan al margen de la ley y bajo el silencio cómplice del gobierno.
Más que nunca, proteger a las comunidades indígenas y al medio ambiente, como dicta la Constitución, se traduce, acorde con Bolsonaro, como una manera de retrasar “el progreso”.
Además del intento de arrasar a las comunidades indígenas, otra devastación, bastante más eficaz, se refiere al medio ambiente.
En los primeros siete meses de 2022 fueron consumidos por incendios un millón 479 mil 739 hectáreas de bosques en la región Amazónica. Un aumento de 7 por ciento con relación al mismo periodo del año anterior.
Puede parecer poco, comparado con las cifras del desempleo, la miseria o el hambre, que se encuentran en niveles muy superiores, pero se trata de salvar ese margen del poco futuro que nos queda.
Existen investigaciones que nos muestran que tres de cada cuatro hectáreas que fueron incendiadas eran de vegetación nativa, es decir, campos y bosques naturales.
Los datos, lo que es peor, no se refieren únicamente a la región del Amazonas, indican que se trata de todo Brasil.
Sin embargo, en la Amazonia que se registra en 2022, bajo el gobierno (si se puede decir “gobierno”) de Bolsonaro, la peor catástrofe forestal de los últimos 15 años.
Es una nación destrozada y que destruye el futuro.
Y así seguimos, rumbo al desfiladero.