No por percibido, y ya esbozado desde antes de las conclusiones “preliminares” de ayer, deja de ser tan aplastante: en la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa se conjugaron criminales acciones y omisiones de miembros de los tres niveles del gobierno mexicano (federal, estatal y municipales), marcadamente en el rubro de la Secretaría de la Defensa Nacional. Sí: fue el Estado, como siempre se coreó.
Una confabulación de personajes de poder conoció en tiempo real lo que sucedía en Iguala casi ocho años atrás y evitó cumplir con sus obligaciones de prevenir, proteger e impedir lo que ayer el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, delineó por primera vez desde un podio obradorista como un asesinato masivo, según todas las evidencias disponibles.
Enrique Peña Nieto, el máximo responsable histórico de lo sucedido en aquel septiembre de 2014, quiso relegar los hechos a un archivero estatal, al ámbito guerrerense administrado por un personaje escurridizo, Ángel Aguirre Rivero. Hasta que la fuerza de los hechos se impuso y entonces maquinó con su primer círculo la gran mentira histórica que taimadamente fue construyendo el nefasto procurador de justicia de la época, Jesús Murillo Karam.
Nada supo o nada quiso saber en lo inmediato el secretario de la Defensa Nacional (sí, el de Rescatando al general Cienfuegos, la cinta vergonzosa rodada este sexenio para sacarlo de una cárcel de Estados Unidos), como si no tuviera acceso minuto a minuto a lo que iba sucediendo, gracias a su sistema de inteligencia y a la infiltración (ya difundida desde marzo de este año) de un soldado entre las filas de los normalistas.
El secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, tampoco quiso saber nada más allá de las declaraciones rolleras ante la prensa mayoritariamente domesticada, aún esperanzado a esas alturas de que pudiera ser candidato presidencial priísta.
Mintieron, escondieron, simularon y son corresponsables del mayor crimen contra jóvenes después de Tlatelolco. Se guarecieron bajo la indefendible verdad histórica, ayudados por medios, periodistas y opinantes igualmente cómplices.
Pero siguen intocados. El subsecretario Encinas negó ayer, a pregunta de reporteros, que Peña Nieto esté en la lista de quienes, “por indicios suficientes”, pudiesen ser susceptibles de que la Fiscalía General de la República (¡Oh, TortuGertz, ¿quién se atrevería a depositar en ti la esperanza justiciera?) se decida a “iniciar o continuar las indagatorias para el deslinde de responsabilidades”.
Hay un crimen de Estado, postula con solemnidad el subsecretario Encinas, es decir, el presidente López Obrador, quien antes había tenido una reunión con los familiares de los 43. Pero, ¿habrá procesamiento judicial y búsqueda de justicia de manera proporcional: ahora el Estado volcado en someter a la ley y su brazo punitivo a los meros jefes de aquel Estado criminal?
En las “conclusiones preliminares” (vaya manera de concluir un asunto: por lo pronto, tentativamente, a reserva de las finales conclusiones realmente concluyentes) hay indicios numéricos de proporcionalidad significativa: se pide a la fiscalía de las lentitudes a modo (FGR) que considere la posibilidad de ir contra 24 miembros de Guerreros Unidos, 17 funcionarios municipales y 10 funcionarios federales.
En Iguala se expresó de manera trágica la trama de intereses de gobernantes y funcionarios civiles y militares altamente corruptos, que a su portafolio de recaudaciones añadían las cuotas de élite de la administración del crimen organizado. Desbordado un incidente local, cómplices los narcotraficantes y las “autoridades”, sostuvieron el engaño y desembocaron en la “verdad histórica”. ¿Habrá castigo para los muy contados y muy identificables jefes gubernamentales, o todo será enfilado hacia la impunidad de ellos (los verdaderos peces gordos), lo cual sería otra forma de complicidad actualizada? ¡Hasta el próximo lunes!
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