Este lunes 15 de agosto se cumplieron dos semanas del secuestro de monseñor Rolando José Álvarez y de otras 10 personas, entre sacerdotes y laicos, que se mantienen cercados por decenas de policías en la Curia Episcopal de Matagalpa.
El obispo de Matagalpa representa una de las últimas voces proféticas de la Iglesia católica que la dictadura de Ortega y Murillo nunca ha podido intimidar o cooptar, y ahora amenaza con silenciarlo mediante la cárcel o el exilio.
El ataque contra el obispo Álvarez no es un hecho aislado ni el resultado de un exabrupto presidencial, sino la culminación de una escalada de agresiones contra la Iglesia y la sociedad civil.
En estas dos semanas de resistencia, hemos sido testigos de gestos dramáticos del obispo que han moralizado a miles de personas. Su determinación de no someterse ante la injusticia, ha impedido hasta ahora que se ejecuten las órdenes de imponerle la cárcel o el destierro. Sin embargo, la resistencia cívica de un país no puede depender sólo del coraje y la integridad de una persona. El gesto de Álvarez demanda solidaridad y acompañamiento, aún bajo las restricciones del estado policial y el exilio, para que no se apague su voz.
Muchos se preguntan: ¿hasta dónde puede llegar la saña del régimen Ortega-Murillo y qué pasará si logran imponerse contra Álvarez? En realidad, los límites sobre lo que puede hacer la dictadura dependen de la resistencia de los ciudadanos y de la voluntad de los policías de seguir reprimiendo, y en este caso también de la Conferencia Episcopal de la Iglesia católica. Si los obispos callan, la dictadura seguirá avasallando a la Iglesia, silenciando la última reserva del espacio cívico y amenazando la libertad de conciencia.
Álvarez ya ha sido prácticamente condenado por la policía del régimen, que lo investiga por supuestamente promover la violencia, el odio y la zozobra, cuando todo mundo sabe que lo único que ha hecho es predicar la esperanza y la paz con la palabra de Jesucristo y el testimonio personal.
La virulencia de estos ataques ha causado un rechazo unánime en todas las fuerzas vivas del país, incluyendo a los servidores públicos, civiles y militares, que condenan en silencio la represión contra la Iglesia. Es cierto que hay miedo y temor generalizado, por la irracionalidad de estos ataques, y por la desesperación y el odio con que actúan los gobernantes atrincherados en El Carmen. Pero si triunfan la cárcel o el destierro contra Álvarez, la dictadura enterrará la esperanza, imponiendo el miedo y el silencio para siempre.
Por ello la única opción que queda es demandar la libertad de monseñor Álvarez y de sus acompañantes, el cese de la persecución contra la Iglesia, y la suspensión del estado policial.
Esto es lo que 27 naciones americanas han demandado en una resolución de la OEA, que únicamente fue rechazada por el gobierno de San Vicente y Granadinas, aliado de Ortega.
El despliegue de la fuerza policial para intentar callar la voz profética de la Iglesia, tampoco es síntoma de fortaleza, sino del descalabro moral y la debilidad política de una dictadura familiar corrupta. Los oficiales de la policía y el ejército, así como los jueces y fiscales, no están obligados a cumplir las órdenes espurias e ilegales de Ortega y Murillo. Su disyuntiva es elegir entre una dictadura sin futuro y el anhelo de paz y democracia. Y los funcionarios públicos que no están comprometidos con las masacres, la tortura y la corrupción, están llamados a acatar el imperativo moral de cesar la represión contra la Iglesia católica.
Tras el exilio forzado de monseñor Silvio José Baez hace más de dos años, la Conferencia Episcopal no debería aceptar que otro obispo sea forzado al destierro de su patria por la presión de la dictadura, aunque esta medida pudiera tener la anuencia del Vaticano.
Por el contrario, si de verdad el papa Francisco quiere contribuir a mantener viva la esperanza de la voz profética de la Iglesia en Nicaragua, también debería abogar por la libertad de Álvarez y sus acompañantes, y por el retorno de monseñor Báez y de todos los religiosos exiliados.
Un segundo obispo exiliado o desterrado representaría un golpe demoledor para la credibilidad y la confianza en la Conferencia Episcopal de Nicaragua. Con la libertad de monseñor Álvarez, en cambio, se puede abrir el camino para la liberación de todos los presos políticos, y el retorno de los exiliados, incluidos los religiosos, para iniciar la recuperación de la libertad de Nicaragua.
* Periodista nicaragüense (@cefeche)