La minería es una de las actividades de más alto riesgo que a lo largo de la historia ha generado graves tragedias en las cuales han perdido la vida o sufrido incapacidades una enorme cantidad de trabajadores mexicanos. El más reciente de esos desastres es el acaecido el pasado miércoles 3 de agosto en el pozo de carbón bautizado como Pinabete, en la comunidad de Agujita, municipio de Sabinas en el estado de Coahuila. Diez mineros quedaron y siguen atrapados como resultado del colapso de la operación y la inundación respectiva proveniente de un manto acuífero subterráneo.
Esta catástrofe no es sino una más de las que han ocurrido desde hace un centenar de años en la región carbonífera de ese estado, donde más de 3 mil 100 mineros han fallecido y miles han sufrido serias y dramáticas incapacidades para continuar con una vida normal. Las familias afectadas son numerosas, pero no ha existido hasta la fecha una estrategia o política formal de prevención de riesgo, ni tampoco la supervisión o las inspecciones adecuadas que no sean las de pura escenografía y con una enorme negligencia e irresponsabilidad total.
Y no es para menos. Los empresarios que se dedican a la explotación minera y los políticos y administradores que tienen la obligación de establecer, regular y vigilar las normas adecuadas para un crecimientos sano y seguro, han estado muy lejos o ausentes de la necesaria ética y moral para evitar eso en que se han convertido esos siniestros, acumulando una deuda social para toda la clase trabajadora que ha sido víctima de la ambición y la avaricia, mientras aquellos mineros ejercen la difícil y complicada labor de contribuir con su esfuerzo y entrega a impulsar el desarrollo industrial y el progreso del país.
Porque en lugar de haber endurecido las leyes y aplicado los controles adecuados, los responsables directos e indirectos de estas desgracias que pudieron haberse evitado en muchos casos han actuado, por el contrario, durante décadas de administraciones anteriores, flexibilizando todas las medidas y el marco legal en favor de los intereses empresariales con los cuales han actuado en complicidad.
Qué lejos estamos de una legislación como en Canadá, que aprobó y puso en vigor la Ley Westray después de una tragedia en la mina de carbón del mismo nombre, ubicada en el pequeño pueblo de Plymouth, en Nueva Escocia, Canadá, donde perdieron la vida 26 mineros que estaban trabajando en el fondo de ese yacimiento el sábado 9 de mayo de 1992. Del total de mineros que fueron asesinados, así lo llamaron los canadienses y nosotros en Pasta de Conchos lo denunciamos como homicidio industrial, la mayoría tenía entre 30 y 40 años de edad, siendo el más joven de 22 y el mayor de 56.
Las investigaciones oficiales concluyeron que la historia de Westray, muy similar a la nuestra en las minas de carbón, fueron el resultado de un complejo mosaico de acciones, omisiones, errores, incompetencia, apatía, cinismo, prepotencia, estupidez y negligencia criminal. A partir de entonces se aprobó esa nueva Ley Westray que se caracteriza o identifica como: “Si matas a un trabajador, vas a la cárcel”, o bien “detengan los asesinatos y apliquen la ley”. Con ello, la tasa de accidentes y eventos de esta naturaleza disminuyó aceleradamente; a partir de su entrada en vigor, las compañías mineras y en general de todas las actividades económicas se preocuparon e invirtieron más en prevenirlos.
Nunca, pero menos hoy, México debería tolerar esos descuidos, abandono e improvisación que provocan fatalidades. Deberíamos endurecer más las sanciones del Código Penal Federal, así como la propia ley minera del país. Y para ello, propongo cuatro acciones de inmediata aplicación:
Una reforma integral a la Ley Minera actual que comprenda desde los términos y condiciones en que se otorga una concesión, hasta los plazos, durabilidad y responsabilidades para las cuales se otorgan, además de las bases y justificación legal para cancelarlas. Sin descuidar los aspectos fundamentales de respetar los derechos de los trabajadores, de las comunidades donde operan y el medio ambiente. Asimismo, un diferente tratamiento fiscal respecto a la producción y las utilidades.
En seguimiento de lo anterior, una política responsable de inspecciones y revisiones sistemáticas y permanentes para vigilar su cumplimiento.
El gobierno de México debe ratificar el Convenio 176 de la Organización Internacional del Trabajo, OIT, que obliga a las empresas a cumplir adecuadamente y establecer las condiciones de segu-ridad, salud e higiene en los centros de trabajo. Este convenio fue aprobado en el Senado hace casi dos años, pero por alguna misteriosa razón o no muy transparente, no ha sido ratificado.
Revisar la aplicación obligatoria que prohibió el outsourcing o la subcontratación en la mayoría de las actividades económicas, puesto que muchas empresas no lo están respetando. De ahí, la simulación, el encubrimiento y la corrupción por intereses que aún prevalecen.
La actividad minera en México requiere de manera urgente un cambio de fondo que rompa con los vicios y prácticas obsoletas de explotación de un sector fundamental de la economía nacional.
Es quizá la última oportunidad histórica para lograr esa transforma-ción hacia la modernidad de manera pacífica, con justicia y dignidad para los trabajadores.