Londres. La instructora de yoga Stacie Graham se ha propuesto que esa práctica milenaria sea más diversa racial y socialmente, instando a sus estudiantes a convertirse en “guerreros por el cambio” en esta industria en pleno apogeo.
El yoga, que se originó en India, y el pilates, una forma de ejercicio centrada en la alineación postural, son ahora una industria que mueve 30 mil millones de dólares al año, según el Global Wellness Institute.
Pero este éxito enmascara la falta de diversidad, que afecta a todo el sector de actividad física relacionado con el fitness, argumenta Graham, que también trabaja como consultora de políticas de diversidad para empresas.
“Estamos en Londres, pero si vas a cualquier espacio donde haya un gimnasio o un estudio de yoga, es probable que no veas ‘Londres’, sino cuerpos típicamente blancos, femeninos y capacitados, de clase media. ¿Cómo es posible?”
Una encuesta del sitio de estudios médicos BMJ Open a profesores y practicantes de yoga en Reino Unido reveló que 87 por ciento eran mujeres y 91 por ciento, blancas.
Graham acaba de publicar el libro Yoga como resistencia, con el que se propuso ayudar a los profesionales de la industria para ampliar su clientela.
Exclusión sutil
Graham organiza talleres regulares con otros maestros, practica yoga y planea cómo diversificar la industria.
Una de las asistentes, Ntathu Allen, está especializada en sesiones de “respiración y curación” para mujeres negras y cuenta a la AFP que a veces le preguntan si realmente es profesora cuando llega a un nuevo estudio.
Pam Sagoo, propietaria del espacio Flow Space Yoga, en el multicultural barrio de Dalston en Londres, también ha asistido al taller.
“Sólo tienes que mirar por la ventana y ver a la gente (...) para saber que necesitas atraer a un público más amplio”, asegura, poniendo como ejemplo a personas negras, mayores o de la comunidad LGBT.
Es una situación similar en Estados Unidos, donde “no hay muchas mujeres negras en estos espacios, y eso no anima a otras a entrar”, explica a la AFP por teléfono Raquel Horsford Best, profesora radicada en Los Ángeles.
Instructores y propietarios lo achacan a problemas de acceso, factores económicos y la dificultad de mantener los estudios a flote.
Y es que, para ser rentables, los estudios suelen cobrar precios altos. Una sola sesión en Londres cuesta alrededor de 20 libras (23 euros o 24 dólares al cambio), lo que deja fuera a muchas personas que no pueden permitírselo.
Pero Graham apunta a factores de exclusión “más sutiles”, como una atmósfera orientada al desempeño que desanima a quienes son menos flexibles, menos delgados o mayores.
Como resultado, muchas personas que podrían “realmente beneficiarse” del yoga, como aquellas que padecen problemas de salud mental relacionados con la pandemia o covid persistente, se lo están perdiendo, lamenta.
El primer paso sería diversificar la contratación de profesores y personal. “Deberían contratar a más profesores negros, personas LGBT, asiáticas...”, considera Raquel Horsford Best.
Y, por supuesto, hacer las clases más asequibles. Pam Sagoo, por ejemplo, ofrece importantes descuentos en su espacio a personas de bajos recursos y da clases gratuitas a ciertas asociaciones.