Para ir entendiendo lo que ha pasado en cuatro días vertiginosos y candentes, más lo que se acumule, conviene levantar la mira y pasar de la revisión específica de los hechos a la identificación de las ya distinguibles primeras consecuencias políticas.
La anómala reacción de grupos delictivos en varias ciudades del país, con una coordinada acción inusual contra población civil ajena a los asuntos del crimen organizado, deja como saldo inmediato dos puntos que vale no perder de vista pues, así como en las investigaciones policiacas suele recomendarse seguir la pista del dinero, en lo sucedido en varias ciudades de los estados de Jalisco, Guanajuato, Baja California y Michoacán, y en Ciudad Juárez, conviene seguir la ruta de las consecuencias políticas (y electorales, de aquí a 2024).
Un primer saldo: resultó potenciada la crítica a las políticas de la llamada Cuarta Transformación (4T) en materia de combate a los cárteles. Una lectura en lo inmediato arroja reproches a Palacio Nacional por la estrategia de “Abrazos, no balazos”.
Ahora bien, tal oxigenación a las posiciones de los antes desvaídos opositores a AMLO les ha permitido desempolvar la exigencia de renuncia presidencial (cuando, en el contexto del revocatorio de mandato, en el que no quisieron participar, postulaban que el Presidente debería cumplir su periodo hasta el último momento) e incluso, en un despojo de ropajes legalistas, ya algunas voces se han atrevido a proponer abiertamente un “golpe” para deponer a López Obrador.
La segunda consecuencia está plenamente engarzada con la primera: la coordinada agresión a la población civil ha dado pie para que esa oposición sinuosa comience a plantear, no desde sus voces “institucionales”, pero sí desde flancos “independientes”, que México ha entrado a una fase de narcoterrorismo que debería ser enfrentado por Estados Unidos, dado que el gobierno mexicano no podría hacerlo.
La extraña escalada de violencia contra civiles no combatientes carece, por lo demás, de una evolución diríase que razonable (si es que en estos terrenos fuera posible invocar la razón). Hasta ahora, la administración de la realidad del crimen organizado había transcurrido sin incidentes graves, debido a la sabida inacción represiva de las fuerzas armadas. El paso de lo abrazador a lo abrasador no tiene una explicación lógica: grupos del crimen organizado se aceleraron o fueron acelerados por motivos aún imprecisos.
No está de más tener presente que luego de la visita del presidente mexicano a la Casa Blanca se han producido hechos impactantes: la detención del capo en declive Rafael Caro Quintero y el retraso, eventualmente prolongado, de su extradición al vecino país; la decisión imperiosa del presidente López Obrador de pasar abiertamente a la Guardia Nacional al ámbito de la Defensa Nacional, y el giro hacia la detención de figuras del crimen organizado, contra la tesis largamente sostenida de no caer en ese “efectismo” tan calderónico.
Una interpretación de botepronto sugiere lo sucedido en estos días como una maniobra retorcida en busca de agilizar y justificar el citado paso de la Guardia Nacional al ámbito confeso de lo militar. Los rayos y centellas de agosto no ayudan realmente a ese propósito, si tal fuera. Lo que está a discusión es si la Guardia Nacional ha sido eficaz, más allá de su adscripción administrativa. Tal vez por ello se produjo este sábado la detención de 164 presuntos integrantes de un grupo delictivo michoacano que realizaban bloqueos carreteros.
Lo que está en juego es sumamente trascendente: factores de poder, que no son sólo los de la criminalidad explícita, buscan arrinconar al gobierno obradorista y hacerle cambiar su política de combatir las causas del crimen organizado, con lo cual entraría a una espiral de violencia que podría terminar en enfrentamientos y posiblemente en masacres que luego serían enarboladas para acelerar la exigencia de deposición del poder y de intervencionismo estadunidense, abierto o encubierto. ¡Hasta mañana!
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