Las compañías editoriales, discográficas, cinematográficas, entre otras, tienden cada vez más a criminalizar a los clientes que presuntamente evaden los derechos de autor al copiar e intercambiar sus contenidos. Sin embargo, “cuanto más circula una obra, más vende”. Así lo explica un grupo de escritores y activistas extranjeros en el libro Contra el copyright, cuya demanda es “respetar los derechos de autor sin restringir las libertades asociadas con el disfrute de sus obras”. Publicado por Tumbona Ediciones, compartimos un fragmento del primer ensayo, “El derecho a la lectura”, de Richard Stallman, gurú del movimiento copyleft, quien permite la distribución y la copia literal de este texto en su totalidad, y por cualquier medio, siempre y cuando se conserve esta nota. La traducción es de Sebastián Pilovsky
Tomado de El camino a Tycho, una colección de artículos sobre los antecedentes de la Revolución Lunar, publicado en Luna City en 2096.
Para Dan Halbert, el camino a Tycho comenzó en la universidad, cuando Lissa Lenz le pidió prestada su computadora. La suya se había estropeado y, a menos de que pudiera usar otra, reprobaría su proyecto de fin de semestre. No había nadie a quien se atreviera a pedírselo, excepto a Dan.
Esto situó a Dan ante un dilema. Debía ayudarle, pero si le prestaba su computadora ella podría leer sus libros. Dejando de lado el riesgo de ir a la cárcel durante muchos años por consentir que otra persona los leyera, la simple idea lo sorprendió al principio. Como a todo el mundo, se le había enseñado desde la escuela primaria que compartir libros era algo equivocado y desagradable, algo que sólo haría un pirata.
Además, era muy probable que la Autoridad de Protección del Software (Software Protection Authority, SPA) los descubriera. En sus clases de programación Dan había aprendido que cada libro tenía un control de copyright que informaba a la oficina central de licencias acerca de cuándo y dónde y por quién había sido leído (usaban esa información para capturar a los piratas, pero también para vender perfiles de intereses personales a otras compañías). La próxima vez que su computadora se conectara a la red, la oficina central de licencias sería notificada. Él, como propietario de la computadora, recibiría el castigo más severo, puesto que no había tomado las medidas adecuadas para prevenir el delito.
Por supuesto, Lissa no necesariamente querría leer sus libros. Probablemente lo único que necesitaba era escribir su proyecto. Pero Dan sabía que ella provenía de una familia de clase media que a duras penas se podía permitir pagar la colegiatura y ya ni se diga cubrir las cuotas de lectura. Tal vez leer los libros de Dan era su única forma de terminar la carrera. Entendía la situación; él mismo se había visto en la necesidad de pedir un préstamo para pagar por los artículos de investigación que leía (10 por ciento de los ingresos por ese concepto iba a parar a los autores, y como Dan pretendía hacer carrera en la universidad, esperaba que sus artículos de investigación, en caso de ser citados frecuentemente, le dieran beneficios suficientes para pagar el crédito).
Tiempo después Dan descubriría que hubo una época en la que todo el mundo podía ir a una biblioteca y leer artículos de revistas especializadas –incluso libros– sin tener que pagar ni un centavo. Había estudiantes que podían leer miles de páginas sin necesidad de becas gubernamentales para la lectura. Pero desde los años 90 del siglo XX, tanto las editoriales comerciales como las no comerciales habían empezado a cobrar cuotas por el acceso a sus publicaciones. Para 2047, las bibliotecas de acceso público eran ya sólo un recuerdo lejano.
Naturalmente, había formas de evitar los controles de la SPA y la oficina central de licencias, pero también eran ilegales. Dan había tenido un compañero en la clase de programación, Frank Martucci, que había conseguido un parche informático, una herramienta ilegal para saltarse el control de copyright de los libros. Pero se lo contó a demasiados amigos y uno de ellos lo denunció a la SPA a cambio de una recompensa (los estudiantes muy endeudados eran presas fáciles de la tentación, de modo que traicionaban a sus amigos). En 2047, Frank había ido a parar tras las rejas; no por pirateo de la lectura, sino por poseer un parche.
Dan supo más tarde que hubo un tiempo en que cualquiera podía tener una herramienta de las denominadas parches. Incluso se podía disponer de ellas libremente en la red. Pero los usuarios normales empezaron a utilizarlas para saltarse los controles de copyright, y finalmente un juez dictaminó que este era su uso práctico más extendido. El dictamen equivalía a decir que los parches eran ilegales, de modo que los programadores que los habían desarrollado fueron a dar a la cárcel.
Obviamente, los programadores siguieron necesitando parches, pero en 2047 sólo había copias numeradas de parches comerciales, y estaban disponibles únicamente para programadores oficiales autorizados, que hubieran depositado la fianza preceptiva con la que cubrían posibles responsabilidades penales. El parche que Dan había usado en sus clases de programación estaba protegido para que sólo pudiera ser utilizado en los ejercicios de clase.
También era factible saltarse el control de copyright instalando un núcleo (kernel) del sistema modificado.
Dan llegó a saber que hacia finales del siglo pasado había habido núcleos libres, incluso sistemas operativos completos libres. Pero ahora no sólo eran ilegales, como los parches, sino que era imposible instalarlos sin saber la contraseña del superusuario de la computadora, cosa que ni la FBI ni el servicio técnico de Microsoft te proporcionarían nunca.
Dan llegó a la conclusión de que simplemente no podía prestarle su computadora a Lissa. Pero tampoco podía negarse a ayudarla, pues estaba enamorado de ella. Cada oportunidad de hablar con Lissa era para él algo maravilloso. Y el hecho de que lo hubiera elegido para pedir ayuda podía significar que ella sentía lo mismo.