Uno de los logros más importantes del movimiento revolucionario mexicano fue el surgimiento de un sentimiento nacionalista, que entre sus manifestaciones buscaba llevar la cultura al pueblo y revalorar nuestras herencias prehispánica e indígena. Una expresión relevante de estas ideas se dio en el muralismo que cubrió durante décadas los muros de edificios públicos.
Este año se celebra el primer centenario de este movimiento artístico que surgió en nuestro país, donde los artistas que participaron en él intentaron plasmar su visión sobre la identidad nacional, además de la situación social y política de México.
El primer mural se afirma que lo pintó Diego Rivera en 1922, en el Anfiteatro Simón Bolívar del Colegio de San Ildefonso, entonces sede de la célebre Preparatoria Nacional. Ese fue el primero de decenas que realizaron una pléyade de artistas notables y otros no tanto, pero todos con la mística de estar acercando al pueblo la riqueza de nuestras raíces ancestrales y crear un sentido de identidad y orgullo.
A fines de la década de los 40 del pasado siglo se comenzó la planeación de uno de los proyectos de mayor envergadura que se han realizado en nuestro país: Ciudad Universitaria (CU), que sería la sede de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Muchas crónicas llevaría describir la hazaña que fue construir sobre el manto volcánico que dejó la explosión del Xitle, en sólo cinco años, esa obra magna en la que participaron más de 200 arquitectos e ingenieros coordinados por el arquitecto Carlos Lazo. Hoy sólo nos vamos a referir al que sin duda es el edificio más importante: la Biblioteca Central.
El proyecto constructivo se basó en estudios que realizó el maestro José María Luján del funcionamiento de las principales bibliotecas universitarias del mundo. Con la influencia de las corrientes funcionalistas que prevalecían en esos años, se diseñó un moderno edificio destinado a almacenar un millón de libros. En el plano de conjunto de CU se le había concedido una posición preponderante, por lo que con sus 50 metros de altura se levanta imponente en un sitio privilegiado.
De forma simple podemos definir la estructura como un cuerpo vertical que muestra en la base una franja de vidrieras y muros bajos que corresponden al piso abierto, después se despliegan 10 pisos dentro de un monumental cubo con los muros ciegos recubiertos de cientos de pequeñas piedras de colores. Con una superficie de 4 mil metros cuadrados, sus cuatro fachadas se convierten en un solo mosaico que se dice que es el mural más grande del mundo. Se inauguró el 5 de abril de 1956 y se ha constituido en el edificio emblemático de CU y uno de los más fotografiados y difundidos en el orbe.
Lo realizó el arquitecto y pintor Juan O’Gorman de una manera totalmente artesanal, con un elaborado diseño que plasma su concepción personal de la grandeza de México. Lo títuló Representación histórica de la cultura y muestra los momentos de México desde sus diversas etapas, su diversidad y milenaria riqueza cultural.
O’Gorman lo elaboró con decenas de distintos tipos de piedras naturales de diferentes clases y colores, colectadas en toda la República, y debido a sus dimensiones y características particulares cada panel fue armado en el piso.
Después de maravillarnos una vez más con el prodigioso mural, nos fuimos a conoce el nuevo restaurante Al Andalus, en avenida Insurgentes Sur 2475-piso 1 en San Ángel. Ofrece la misma deliciosa comida libanesa que los otros que ha fundado su dueño y chef Mohammed Mazeh en los 31 años que tiene en México.
El sitio es espectacular; lo recibe una inmensa cava de cristal que permite apreciar su rico contenido de vinos y bebidas exlusivas de todo el mundo. El elegantioso salón principal se despliega bajo una escultura de maderas finas que semeja un árbol monumental.
La oferta gastronómica lo traslada a Medio Oriente con exquisiteces como shanklish, ese queso con especies medio picosito, que sostenía durante la larga travesía a los migrantes que llegaron a principios del siglo XX a la Ciudad de México. Los clásicos tabule, arroz con lentejas, hojas de parra, keppe crudo o charola, alambres de pollo, filete o cordero, shawarma de falafel. Desde el principio le llevan unos tentadores panes inflados recién sacados del horno y de remate real, los imperdibles dulces árabes que evocan en el paladar Las mil y una noches, con la compañía de un intenso café de la región.