En la llamada época de oro del cine mexicano, las películas se distinguían por un puritanismo acendrado. Actores y actrices no solamente estaban envueltos en multitud de ropajes, sino que de vez en cuando se atrevían a exhibir sus antebrazos o algunos puntos de sus nucas; se podrían citar algunas excepciones cuando se mostraba a miembros de comunidades indígenas porque al no ser considerados bellos, se partía de la hipótesis de que no podían excitar a nadie.
En aquellos filmes los artistas nosolamente estaban prolijamente vestidos, sino que no podían hacer gesticulaciones eróticas, movimientos lúbricos o mover los labios en formas sospechosas. Lupita Tovar y Elsa Aguirre podían ser hermosas y Jorge Negrete y Abel Salazar ser bien parecidos, pero no podían excitar a las personas que los contemplaban más allá de ciertos límites. Estos intérpretes de arte dramático no debían provocar sueños libidinosos más allá de lo que pudieran hacerlo un alacrán de Durango o un canguro australiano. Observando a Lilia Prado o a Rosita Quintana se podía sospechar que contaban con un notorio carisma sexual, pero esto estaba bien encubierto por productores y directores (excepto cuando fueron dirigidas por Luis Buñuel). En el caso de Pedro Infante ese carisma era casi imposible de encubrir.
Y en eso llegaron Tongolele y las rumberas cubanas, pero su presencia reforzó la convicción de que nuestras compatriotas eran personas muy castas. A fin de cuentas, Tongo y las cubanas eran extranjeras y por tanto habían aprendido malas mañas en sus países de origen.
Pero en 1964 una joven veracruzana alebrestó a mucha gente con su excepcional figura somática; tenía 17 años y se dejó retratar por varios fotógrafos en revistas de moda. Se había colocado un traje de baño al cual se le dio el nombre de monokini y exhibía sus senos rotundamente, lo que regocijó a muchos voyeristas. Esto fue como un relámpago en una noche oscura, en un país donde lo libidinoso era más condenable que los peculados y homicidios.
Aquella se llamaba Mercedes Carreño (Meche). Dado lo despampanante de su corporalidad, trastornó las cabezas de muchos hombres y no pocas mujeres. Pero Meche tenía un “defecto” su rostro no se parecía al de Greta Garbo, sino que tenía rasgos indígenas; se llegó a decir que tenía cuerpo de tentación y cara de arrepentimiento. Convertida en una fulgurante actriz de cine, acumulaba miradas de espectadores, algunos de los cuales ocultaban sus fotografías en sus bolsillos y preferían engalanar sus oficinas o recámaras con fotos de Catherine Deneuve o Kim Novak.
No pocas mujeres aborrecían a Meche. Una tía mía me dijo que se vomitaba cuando la veía actuar en telenovelas y otra señora con ardiente indignación me expuso lo siguiente: “¿Cómo es posible que esa mugrosa india fea aparezca a lado de hombres tan guapos como Juan Ferrara o Gregorio Casal?”. Para colmo, Meche llegó a tener como pareja a Juan Manuel Torres, lúcido crítico de cine que además era blanco y de buena presencia. Algunas personas dijeron que Juan Manuel había caído en una trampa por una detestable calentura.
Meche también devino en la típica ingrata y pérfida que aparece en tantos corridos mexicanos. Desde tiempos infantiles me asombraban las invectivas que se lanzan contra las mujeres en variadas canciones y tonadillas. Recordemos que en una pieza musical se proclama que las mujeres siempre pagan con traición. Negrete gozaba cantando “al diablo las mujeres” y en otro corrido, el Charro Avitia canta las penas de un personaje que se sorprende de ser condenado a 20 años de prisión por haber balaceado a su ex novia y a la nueva pareja de ésta. Cuento con más expresiones de ese tipo, pero por falta de espacio no puedo referirme a ellas.
Meche se convirtió en una especie de Lilit moderna, aquella mujer primigenia que desobedeció a Dios. Muchos sedicentes, representantes de la masculinidad, deseaban un acostón con Meche, pero al mismo tiempo sentían discriminación por ella al comprobar la supuesta inferioridad de su “raza” y la correlativa por ser mujer. Juan Manuel Torres murió trágicamente en un accidente de automóvil, y bastantes personas culparon de ello a la señora Carreño. Ignoro sí Meche fue buena o mala pareja, pero sí me daba cuenta que se la acusaba apriorísticamente.
Meche se movió entre el racismo y los feminicidios, la violencia contra las mujeres parece haber llegado a la cúspide en nuestro país y ahora nos encontramos no sólo con un número creciente de feminicidios, sino que éstos son más brutales y sádicos. En Jalisco se quema viva a Luz Raquel, se intenta quemar a una niña en un albergue y se hace arder a otra mujer en Cuautla, Morelos. Ahora resulta que muchas mujeres son como los herejes en la Nueva España y deben ser conducidas a la hoguera. Insisto ahora en repetir una y mil veces lo que exclamó el gran socialista Charles Fourier: “La emancipación de una sociedad se mide por la emancipación de la mujer”. Y mal que bien, sólo hablé dos veces con esa señora Meche, recientemente fenecida, y tuve la impresión de sus ansias de emancipación, aunque no sé si haya logrado llegar a colmar sus deseos.
* Titular de la Dirección de Etnología y Antropología Social del Instituto Nacional de Antropología e Historia