El pasado 3 de agosto, 10 mineros quedaron atrapados en un pozo carbonífero a 60 metros de profundidad en el municipio de Sabinas, Coahuila, debido al colapso de una pared. Muy poco después de los hechos, supimos que la mina, con apenas meses de uso, no contaba con mínimas medidas de seguridad e higiene, ni con una manifestación de impacto ambiental que hubiera impedido su ubicación en las inmediaciones del río Sabinas, dado el peligro que implica su colindancia con el cuerpo de agua que ingresó a la mina tras romperse la pared. Menos de una semana después, el domingo 7 de agosto, otro minero murió en Galeana, Nuevo León, tras un derrumbe dentro de la mina en que laboraba.
Lamentablemente, estas narraciones no son nuevas en la historia reciente del país. En la memoria de nuestra sociedad permanece muy vivo el recuerdo de la trágica explosión provocada por acumulación de gas metano en una mina de carbón en Pasta de Conchos, también en Coahuila, en 2006, después de la cual aún permanecen bajo tierra 65 obreros. Allí se habían denunciado previamente 43 violaciones a la norma de seguridad e higiene que nunca fueron atendidas por la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, ni mucho menos por el concesionario de la minera, Grupo México.
Casos como el de Pasta de Conchos, y ahora Sabinas, son muestra de las condiciones infrahumanas de trabajo, las nulas garantías de seguridad y la impunidad en que prevalece la actividad de la industria carbonífera y la minería en su conjunto en México. De acuerdo con la Secretaría de Economía, 99.19 por ciento del carbón producido en México es proveniente de la región carbonífera de Coahuila, y prácticamente su totalidad se vende a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) para la producción de energía eléctrica.
La organización Familia Pasta de Conchos, defensora de los mineros y sus familias, ha hecho el registro de 310 eventos mortales en minas carboníferas de Coahuila, en los que se han contabilizado 3 mil 103 fallecimientos desde 1883. El libro El carbón rojo de Coahuila, auspiciado por dicha organización, señala que desde 1900 y hasta 2017, todos los mineros atrapados han sido recuperados, excepto los mineros que laboran para Grupo México.
Grupo México es propiedad de Germán Larrea, quien, de acuerdo con diversos registros, se estima es de las familias más acaudaladas del país y cuyo principal negocio es la minería. Su excepcional fortuna ha sido amasada gracias a las concesiones que Carlos Salinas de Gortari otorgó a su familia en el ciclo de privatizaciones que caracterizó ese sexenio. Hoy, Grupo México posee más de 800 concesiones mineras.
Además de Pasta de Conchos, Grupo México es el responsable del derrame de 40 mil metros cúbicos de lixiviados de sulfatos de cobre acidulado en los ríos Bacanuchi y Sonora, que ha afectado directamente la salud de 25 mil personas, e inhabilitó la actividad agrícola en miles de hectáreas cuyo riego se sostenía de dichos ríos. Además, permanecen sin resolución tres huelgas que por 15 años se han declarado para reclamar el respeto de los derechos de los trabajadores mineros: en Cananea, Sonora; Sombrerete, Zacatecas y Taxco, Guerrero. Ahora, el polémico tramo 5 del Tren Maya, está adjudicado a una constructora propiedad de Grupo México.
La tragedia en Sabinas y el historial de la minería carbonífera en su conjunto subrayan la evidencia de un Estado ausente tanto en este ámbito como en otras dimensiones de la realidad nacional. Un Estado que se muestra incapaz de garantizar condiciones básicas de seguridad en el trabajo y protección ambiental, y que, por el contrario, es dócil para otorgar permisos, concesiones y licitaciones para la explotación de recursos del subsuelo.
Ya bien rebasada la primera mitad del sexenio de López Obrador, los 65 mineros de Pasta de Conchos siguen bajo tierra, a pesar de la promesa de rescate y reparación integral que, primero como candidato y luego como Presidente, hizo a las familias la máxima autoridad de un gobierno.
Hoy día, en los municipios carboníferos del norte del país, ser minero no es una opción de vida para las familias, sino la única vía de sostenimiento. Y no se avizoran cambios sustanciales en el horizonte para esas comunidades, dada la política energética impulsada por el actual gobierno, cuya noción de soberanía se arraiga en más de un sentido en el carbón. Ante ello, lo mínimo que el Estado debería ser capaz de garantizar, junto con la protección de los derechos ambientales, es el pleno respeto a los derechos humanos y laborales de los trabajadores mineros; pero ello supone un verdadero compromiso de regulación de las concesiones mineras y de supervisión de condiciones laborales dignas, justas y seguras.