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Ángeles Anaïs Juana Antolina Edelmira Rosa Nin y Culmell (1903-1977) es sin duda una de las escritoras más conocidas del siglo pasado: sus 'Diarios', llevados con sostenido empeño a lo largo de décadas, dan cuenta cabal de su vida cotidiana y de la complejidad e intensidad de su erotismo.
Anaïs Nin inició un diario a los once años, en la fecha más triste de su vida: cuando su padre abandonó el hogar tras las cimbreantes caderas de una jovencita. El diario aportó consuelo a la adolescente que, ante la desvalidez emocional de su madre, su renuncia a seguir siendo madre, se responsabilizó de sus hermanos menores con abnegación impropia para sus años. Cómo amar tan intensamente y sin tregua a un padre que no hacía sino reprocharle sus defectos, él, triunfal pianista, apuesto y perseguido por las más bellas mujeres, que consideraba fea a su única hija mujer… que al serle mostrado un hermoso dibujo surgido de manos de la niña ponía en tela de juicio su autoría. La infancia de aquella niña morena, de largas piernas de bailarina, estuvo marcada por la íntima tragedia de nunca complacer a su ídolo. Como no enterada de haber crecido –su compulsiva sexualidad adulta sería una experiencia compensatoria para la pequeña Anaïs, que se quitaba el pan de la boca para dárselo a sus hermanos y a su madre, que se dejaba morir–, se extendió en lo que parecía una escritura interminable que embellecía casi hasta la histeria, de tal suerte que su diario se convertiría en personaje central (“animal querido”) de su obra literaria. Fascinante mujer enfundada en medias remendadas (“no le temo a la pobreza”) que dejaba a su paso una estela de Narcisse Noir… ésa cuyos enormes ojos Antonin Artaud definiría como “verdes y a veces violetas”, estaba destinada a ser icono de la literatura erótica, si bien sus novelas, delicadas y a menudo poéticas (aún en su faceta pornográfica) permanecen a la zaga de su obra maestra: sus ocho Diarios… ella misma recreada, desde una leve desviación de la nariz hasta su lastimada psique de niña abandonada, protagonista de uno de sus primeros relatos, “La canción del jardín”, que se descubre diferente a las demás niñas y que vive volcada hacia adentro, identificada con los ángeles. Su padre aparece representado en este relato, también como el esposo eternamente insatisfecho de “Miedo a Niza”, incluidos en su primer libro de relatos, recientemente rescatado al español, La intemporalidad perdida (Lumen, México, 2022).
El placer y la bondad
Nacida en París, el 21 de febrero de 1903, Ángeles Anaïs Juana Antolina Edelmira Rosa Nin y Culmell, como buena piscis, diría Hugo Guiler, astrólogo aficionado, banquero y artista frustrado de origen escocés, podía ser mártir y súcubo. Criada en rígidas escuelas católicas, de las que desertará a los dieciséis años para dedicarse a estudiar baile, se casaría con Hugo a los diecinueve. Lo conoció en La Habana, siendo modelo, bailarina de flamenco… y virgen. El sexo no era prioritario en su tierna juventud, según confiesa en sus Diarios y lo constatan sus primeros relatos. Eso llegaría con su hambre de conocimiento, de poesía y de belleza, de la mano de lady Chatterley. Elegiría el inglés como lengua de pluma, en primer lugar, por su rendida admiración hacia D.H. Lawrence, sobre quien escribió un ensayo titulado D.H Lawrence: An unprofessional study, y en segundo, su pasión carne-intelecto por el escritor estadunidense Henry Miller (1891-1980), quien, aunque ordinario, “brutal nariz”, vulgar, egoísta e incurable aficionado a las prostitutas, la seduciría con su genio literario. Con todo, en alguna carta, Henry le dirá que reconoce, en la prosa de ella, virtudes (seguridad, dominio, madurez) de las que él carece.
Hija del pianista español de raíces cubanas Joaquín Nin y Castellanos, y de Rosa Culmell, una cantante franco-danesa, Anaïs presenta tantos matices en su escritura como en su compleja personalidad, propia de la empeñosa y seductora de su propio padre y de la de una niña forzada a ser madre de su propia madre. Los tres gruesos tomos de sus Diarios (Henry & June, Incesto y Fuego) nos la revelan como una extraordinaria fémina que con igual ahínco persigue el placer que la bondad; que traiciona a su esposo, pero le procura una felicidad por encima de la propia; capaz, incluso, de deshacerse de sus bienes materiales –¡sus libros!, ¡su máquina!– para sacar del apuro a sus amigos bohemios, en especial a Henry. Su ascetismo la lleva a besar los labios de Artaud ennegrecidos por el láudano y a prestarse para un desahogo sadomasoquista de su torturado primer psicólogo, René Allendy, al que llegó, irónicamente, por recomendación de otro amante: su primo Eduardo.
Fiel y abnegada esposa durante los primeros siete primeros años de su matrimonio con Hugo, con quien vivió en Nueva York aquella primera etapa, Anaïs se horrorizaría, de regreso a París, de toda esa gente besándose en las calles… de las sombras entrelazadas en las ventanas de los hoteles de paso… de los bares de lesbianas que más adelante recorrería con June (Juliette Smerdt). No imaginó que terminaría liada con una comuna de intelectuales viciosos e inestables que serían su refugio de la vida conyugal, idílica pero rutinaria. Tras un fanático estudio del psicoanálisis, empeñada en liberar su espíritu creador, iniciándose en el arte del adulterio con el también escritor estadunidense -¡y pianista!- John Erskine (1879-1951), llegando a sostener hasta tres relaciones simultáneas en las que daba lo mejor de sí y sin que una interfiriera en la otra, demasiado puritana para tener sexo con más de uno a la vez. Entre sus amantes figuran el antes citado Allendy y Otto Rank, primero y segundo psicoanalistas, con quienes practicó y refinó su afición al psicoanálisis, y, afirma en Incesto, su propio padre, sobre el que, en uno de sus obsesivos autoanálisis, se pregunta si lo que en realidad la excita es la posibilidad de abandonarlo como él a ella. Se complace en sembrar las suficientes huellas de lápiz labial en el cuello de su camisa para enloquecer de celos a María Luisa, la joven por la que Joaquín Nin dejó a su familia: “El Padre que yo imaginaba, fuerte, cruel, héroe, torturador, es suave, femenino y vulnerable.” En lo único que se muestra contundente es en su obsesión por los diarios, acaso sus más exigentes amantes: “Saqué el diario del último escondite, debajo del tocador, y lo lancé sobre la cama. Tenía la impresión de que así era como un fumador de opio preparaba su pipa…” Probablemente fantaseara, explicación brindada a un indignado Hugo cuando descubrió sus diarios: aseguró llevar dos: uno donde consignaba su vida cotidiana y otro en el que detallaba situaciones producto de su desbordada imaginación, a manera de ejercicio, que posteriormente aprovecharía para escribir los relatos que componen Delta de Venus, por encargo de un misterioso coleccionista que pagaba puntualmente un dólar por página, pero del que jamás recibiría un solo elogio. Asumirá este reto sólo porque “Henry tiene que ir al médico. Gonzalo necesita unas gafas. Robert vino con B. y me pidió dinero para ir al cine…”
De June a Henry y viceversa
De lo que no existe duda es de la loca y perdurable pasión compartida con Henry Miller que nutrió la obra de ambos, no obstante que, inspirados en una misma mujer, June, esposa entonces del escritor, consideraba haber escrito páginas “sencilla y humanamente penetrantes […] artísticamente más grandes que las deformaciones de Henry”. June, decadente aunque bella bailarina estadunidense de ascendencia rumana, por quien Henry abandonó a su primera esposa y a su hija pequeña, se mudó con éste a París e inició, mucho antes que el propio Henry, una intensa relación con Anaïs: la primera relación sáfica para la escritora. La autora deja entrever en su diario que hacer el amor con otras mujeres, asumiendo invariablemente el rol masculino, la ayudaba a conciliarse con “el artista” (en masculino) pues consideraba a la feminidad reñida con la creación literaria. Se lamenta, una y otra vez, de ser “tan femenina”, aunque en la madurez legitimará estéticamente esa feminidad: “En la época en que nos dedicábamos a escribir relatos eróticos a dólar la página (década de los cuarenta), me di cuenta de que durante siglos habíamos tenido un solo modelo para este género literario, los textos de autores masculinos […] Me constaba la gran disparidad existente entre lo explícito de Henry Miller y mis ambigüedades.” Respecto a su relación con June, decidirá que “no hay vida en el amor entre mujeres”.
Anaïs no accedió a publicar sus diarios íntegros en vida, decía, por temor a lastimar a Hugo, no obstante abandonarlo en la medianía de su existencia por un hombre más joven. No fue sino hasta la muerte de aquél, en 1985, quien la sobreviviría, que se publicarían tal cual. A Rupert Poole (1919-2006), de veintiocho años entonces, lo conoció en 1947, a bordo del ascensor de un hotel neoyorquino donde se celebraba una fiesta organizada por el heredero Guggenheim, a la que ambos eran invitados. Poole, de profundos ojos azules –rasgo hacia el que Anaïs se sentía particularmente atraída, y que compartían Hugo, Henry, Allendy y su primo Eduardo–, era, de hecho, uno de los músicos que amenizarían la fiesta. La fascinación fue mutua pese a contar Anäis cuarenta y cuatro años, dieciséis más que él. No volverían a separarse a partir de aquella noche. Confesará a su biógrafa, Deirdre Bair, que de entrada pensó que Rupert era homosexual, dada su belleza casi femenina y su forma de vestir –portaba un sombrero tirolés y una bufanda de lana–, es decir, fue más una corriente de simpatía que atracción sexual. Rupert era lo bastante rico para insinuar que tuviera algún interés mezquino. Se casarían hasta 1955, en una pequeña y polvorienta ciudad de Arizona donde tenían lugar los matrimonios irregulares de la época, pues Anäis jamás se divorció de Hugo.Anaïs muere de cáncer el 14 de enero de 1977, con la mirada fija en los ojos de Rupert que fusionaba el azul de todos los hombres que amó. Él no soltó su mano más allá del último aliento. Nombrado albacea de la autora, respetó al pie de la letra sus deseos, y la tinta del diario en curso aún fresca. Los obituarios contrastaron: en Los Ángeles Times se le señalaba como “Señora Poole”, mientras que para el New York Times fue “Señora Guiler”. Pero se trataba de la única e inigualable Anäis Nin