Poco se conoce que la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (SMGE) es la primera en América y cuarta en el mundo. Se fundó en la Ciudad de México en abril de 1833, durante el gobierno de Valentín Gómez Farías. Integrada por academias, ha incursionado en todos los campos del conocimiento humano: ciencias, artes, letras y estudios socioeconómicos. Han sido integrantes personajes notables que participaron en la solución de problemas de interés nacional con un profundo sentido humanista. Una de sus aportaciones fue su iniciativa para que el gobierno mexicano expidiera la legislación para determinar los nombres geográficos de las ciudades y otras poblaciones del país, creando así la primera carta general en 1850. Fue pionera en la investigación científica en México y también la primera institución en el desarrollo y la práctica de la geografía.
Ocupa una soberbia casona en la calle Justo Sierra que durante el apogeo de Tenochtitlan se dice que era la casa para sacerdotes dedicados al servicio del Templo de Tezcatlipoca Rojo.
Tras la Conquista, el predio perteneció a uno de los capitanes de Hernán Cortés, pasó a diferentes manos y a fines del siglo XVII se construyó la mansión barroca, de colorido tezontle y elegante cantera que –con algunas modificaciones– todavía podemos admirar. Actualmente la preside el maestro Hugo Castro Aranda y milagrosamente se mantiene viva, a pesar del nulo apoyo económico que recibe del gobierno de México.
Ha organizado una serie de conferencias que se celebran los martes hasta mediados de septiembre, por el 150 aniversario del fallecimiento de Benito Juárez, cuyo nombre, por cierto, lleva la presea que la SMGE entrega a personas que han hecho aportes relevantes a nuestro país.
El próximo martes 9, a las 19 horas, voy a tener el privilegio de dar la charla “La Ciudad de México durante el juarismo”, que se va a transmitir en línea.
Entre otros, vamos a recordar cuando, junto con destacados liberales, emitió las Leyes de Reforma, que entre otras medidas trascendentes recuperó los bienes de la Iglesia católica que detentaba un enorme poder económico y político; eran dueños de más de la mitad de los bienes inmuebles en la Ciudad de México.
Además de los templos y grandes conventos, poseían multitud de casas que rentaban y en el campo productivas haciendas y ranchos. Esta enorme riqueza les permitía ser los principales prestamistas, en ocasiones incluso del propio gobierno.
Los conventos fueron fraccionados, y al igual que las casas de renta, se vendieron a particulares. Éstos destruyeron las construcciones conventuales para edificar casas con balcones a la calle, con garigoleadas herrerías de hierro forjado, adornos de cantera y yesería, modificando profundamente la imagen urbana.
Hasta esa época la Ciudad de México tenía un aspecto de severidad, con las altas bardas que rodeaban los inmensos conventos, cuya austeridad exterior poco tenía que ver con el lujo del interior. Eran famosas las pinturas de los mejores artistas que decoraban los muros, los altares recubiertos de oro, los candelabros y custodias de plata y oro, las joyas con las que adornaban las imágenes y las espléndidas bibliotecas.
Otra medida de gran importancia fue hacer laica la educación y servicios como el matrimonio y las defunciones, estableciendo el registro civil y normas para los cementerios; asimismo, se aplicó la libertad de cultos. Como es de suponerse, acciones tan radicales encontraron múltiples opositores, pero la gran mayoría las aceptó y así inició México su camino hacia la modernidad.
Es sabido que el ilustre don Benito, de vez en vez, al concluir sus labores gustaba de ir a las cantinas a jugar naipes con sus amigos, fumar un puro y echarse un mezcalito. En su recuerdo vamos a El Gallo de Oro, en Venustiano Carranza esquina con Bolívar, que se inauguró en 1874, con la segunda licencia que se entregó en México para una cantina; la primera fue la célebre El Nivel, en la calle Moneda, que desapareció hace varios años. Presumen que aquí ocurrió la verdadera fundación de la SEP, porque Justo Sierra se la pasaba aquí.
Conserva su decoración tradicional con sus gabinetes en forma de herradura, amplia barra y el servicio impecable de los meseros de muchos años. Puede comer el menú diario, económico y apetitoso o algo de más sustento y prosapia como el lechón, paella o chamorro. Los pepitos tienen fama.