La Cineteca Nacional exhibe una joya cultural: Summer of Soul, recuperación de seis conciertos masivos realizados durante seis domingos de julio y agosto de 1969 en el parque Mount Morris de Harlem, con lo mejor de la música del mundo, a pesar de que el mundo no se quiere dar por enterado de que el gospel, el soul y el jazz multicolorido son músicas superiores.
Música menospreciada, despreciada a la que le hacían fuchi los poderosos, pero que detonó la gran revolución cultural del jazz y el rock, bienes que, otra vez la paradoja, se consideran “blancos”, pese a las repetidas pruebas en contrario.
Para decirlo pronto: este filme de dos horas de duración es tan hermoso que uno no para de llorar de felicidad.
Es el nirvana de la música más hermosa, alegre, vivaz, maravillosa. Estamos frente a una de esas películas que uno puede ver una y otra vez sin dejar de asombrarnos y gozar.
“Le dicen freedom music, y es que eso siente uno al escucharla: se siente uno libre”, dice uno de los analistas que aparecen a cuadro.
Al terminar la película, uno siente un cosquilleo en los labios y un tic en los cachetes: se nos ha quedado prendada, prendida la sonrisa. Y en efecto, una sensación de libertad nos pone plenos, nos cambia la vida.
La sustancia de este filme es muy nutritiva: nos brinda un estado de euforia creativa, una sensación de paz, nos pone muy de buenas. Se trata, en realidad, de una serie de lecciones de amor, de paz y de supervivencia. Aún en los momentos más duros de la vida, la música, como el amor, nos salvan. Esa es la lección fundamental de Summer of Soul.
Ya sabíamos que el blues expresa la lucha, el coraje, la alegría frente al sufrimiento. Ahora, con este filme, nos queda todavía más claro que la música más hermosa en el planeta ha sido creada como una respuesta al infortunio.
Estamos frente a un documento antropológico, un testimonial del gozo, un mural preñado de alegría.
Hay cosas tan claras como esta: Summer of Soul no es “una película musical” ni “la grabación de un concierto en vivo”, ni un documental de esos que a los cinco minutos ya está uno aburrido.
Supera por mucho el género “documental”, rebasa con creces el “concierto grabado”, se eleva como un géiser de gozo.
La historia es la siguiente: en el verano de 1969 las autoridades neoyorquinas consideraron inminente una serie de disturbios por el hartazgo de tantos y tantos años de oprobio contra los negros, tratados como objetos desechables, despreciados, alargada y actualizada su condición original de esclavitud. De manera que encargaron al carismático Tony Lawrence la organización del Festival Cultural de Harlem, al que en principio nadie quería asistir y en el que ningún músico quería participar, dado el grado de desconfianza generado por el gobierno.
Estaban latentes episodios recientes que abonaban a la irritación social: el asesinato del presidente Kennedy en 1963, y luego, en 1965, el de Malcolm X, y después, en 1968, los de Martin Luther King y Bobby Kennedy.
Por lo sucedido en el escenario, es evidente que los gobernantes temían nuevas protestas por el asesinato de Martin Luther King: fue el momento más emotivo de todas las sesiones y del filme.
En el escenario, el organizador del Festival Cultural de Harlem, Tony Lawrence, en su papel de maestro de ceremonias, anunció a la banda de Ben Branch con Operation Breadbasket junto al reverendo Jesse Jackson, músicos y activistas en la lucha contra la pobreza. Jesse Jackson narró las últimas horas de Martin Luther King, quien le había pedido, a él y a Branch, que interpretaran su canción favorita: Precious Lord, Take my Hand, y pidieron a la diosa Mahalia Jackson, presente también en la tarima frente al público, que cantara para cumplir ese último deseo, pero ella, la diosa, no podía dejar de llorar y pidió a la jovencita Mavis Staples que la ayudara.
Fue tal el nivel de calidad musical que logró Mavis Staples al cantar ese gospel, que Mahalia encontró valor y se acercó a ella y armaron uno de los dúos más espectaculares, conmovedores y mejores en la historia de la música: la joven Mavis Staples saltando en cada shout y la diosa Mahalia Jackson lanzando gritos también, de amplio tonelaje, de alta intensidad.
Fue sublime, sencillamente sublime.
En las dos horas que dura el filme Summer of Soul, hay momentos como esos, en distintas tesituras, tonos y géneros, como BB King explicando por qué canta el blues: “Porque me trajeron en barco, y a bordo caminaban sobre nosotros, y llegando aquí nos siguen tratando igual”; el legendario grupo La Quinta Dimensión cantando Aquarius/Let the Sunshine; Ray Barreto entonando el canto de sus congas, en lo que una especialista a cuadro calificó como “el lenguaje universal del tambor”.
Hay diosas sobre el escenario, principalmente la diosa Nina Simone, esa gran revolucionaria que gime entre la rabia y el lamento.
La calidad de esta película, Summer of Soul, tiene los siguientes ingredientes: lo filmó para televisión Hal Tulchin, pero como el encuentro cumplió las expectativas del gobierno, enlataron el material durante 52 años, porque ¿a quién le interesa la música de negros?, hasta que el cineasta Ahmir Thompson, mejor conocido como Questlove, rescató y restauró todo el valioso pietaje y contó con un equipo de profesionales, encabezado por el mago de la edición, Joshua L. Person.
Porque estamos ante una obra maestra de relato cinematográfico. Summer of Soul es una gran novela, un mural inmenso, una obra colectiva cuyo mensaje es: aquí estamos, resistimos, porque somos poderosos, porque la música que hacemos nos hace muy poderosos y hace sentir muy poderosos a quienes la escuchan.
Es una película completamente subversiva: toda la música que en ella disfrutamos tiene protesta social, rabia convertida en gozo, catarsis.
Lo dice a cuadro uno de los expertos: este profundo sentido espiritual, este éxtasis espiritual proviene de África y es una catarsis cuya explosión en música nos conduce a un estado de quietud, de paz interior, de libertad y gozo.
Es por eso que al presenciar esta película, lloramos, reímos, bailamos, cantamos, gozamos, somos muy felices, porque esa fue la idea motora: poner en el escenario de un parque de Harlem, ante 50 mil personas por cada una de las seis sesiones, hasta sumar 300 mil asistentes, la música que hace sentir feliz a las multitudes, juntas o en la soledad de sus dormitorios, sus refugios, sus andares.
El subtítulo contiene otra lección, con gran sentido del humor y de ironía: Summer of Soul… or When the Revolution Couldn’t be Televised.
Porque documenta, efectivamente, la gran revolución cultural de la música negra y de la población negra.
Bravo por la Cineteca Nacional. Esta película merece seguir en cartelera mucho tiempo. En Spotify, Apple Music y otras plataformas digitales, se puede disfrutar también el soundtrack.
Esta película es una gran lección de amor, de humildad, de generosidad, de resistencia. Aprendemos con ella a superar el infortunio, la adversidad, con una sonrisa en los labios. Con gozo. Aprendemos a ser felices.