Hace ya tres décadas, el salinismo intuyó que una parte sustancial de la producción industrial de los países centrales se desplazaría a ciertas naciones periféricas. En particular, a aquellas capaces de contar con las condiciones materiales mínimas para hacer frente al desafío: infraestructura, redes de comunicación, suministro de energía, etcétera. Pero, sobre todo, con una fuerza de trabajo adecuada a las nuevas circunstancias. En el norte del país emergió una extensa franja de industrias maquiladoras destinadas a proveer cadenas de suministro a Estados Unidos y Canadá. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, se pensó, habría de facilitar y potenciar el acoplamiento. Con los años, el sueño fue decayendo, entre otras razones, por la proliferación del crimen organizado, un estamento empresarial típicamente rentista –es decir, de antiguo régimen– y una élite política dedicada a la especulación financiera (en beneficio propio).
En principio, fue China la que capitalizó el reorden productivo general. Prácticamente se convirtió en la fábrica del mundo. Sin embargo, la crisis provocada por la pandemia (y las ambiciones occidentales de frenar su paso) han trastocado las condiciones que hicieron posible su supremacía. Las rigurosas políticas sanitarias de Pekín interrumpieron a tal grado los suministros que hoy, en los anaqueles de Berlín, París y Nueva York faltan bienes elementales. Ni hablar de productos más complejos. En México, por ejemplo, la entrega de un automóvil puede retrasarse hasta seis meses. La confianza en la otrora laboriosidad china ya no es la misma. Además, el nivel salarial en China aumentó considerablemente y los precios del transporte se fueron a las nubes. Y lo más relevante: las finanzas mundiales hacen culpable al encierro chino –y en particular al cierre del puerto de Shanghái– de una parte sustancial de la inflación actual y, con ello, de la posibilidad de una recesión mayúscula. China, que tradicionalmente resolvía los problemas de la incertidumbre, se ha convertido en parte de ella.
Existen pocos países con las condiciones para aliviar las derivas de este gigantesco boquete en la economía mundial. México es uno de los principales, si no, el principal. Se encuentra a un paso de Estados Unidos y Canadá y cuenta con las condiciones materiales mínimas para recibir industrias de toda índole. Y lo más decisivo: una fuerza de trabajo calificada como pocas en el mundo. Aquí se construyen desde fábricas para producir aviones, tecnologías para rascacielos hasta complejas unidades de cultivo biogenético. Hay una ironía en todo esto. Si el sistema educativo mexicano ha sido incapaz de formar una base tecnológica y científica propia, un trabajador con una licenciatura cuenta en ese mundo como un signo de sobrecalificación. Además, en las últimas décadas cientos de miles de trabajadores mexicanos han pasado por la experiencia laboral estadunidense.
La semana pasada, especialistas financieros internacionales definieron las posibilidades de que la inversión mundial fluya a México de forma masiva no sólo como “altas”, sino como “muy probables”. El efecto sería el de nearshoring, acercar a la frontera de EU lo que hoy se produce lejos de ella. La clave de todo esto: el “superpeso” mexicano, refiriéndose a la insólita solidez de la moneda nacional.
¿Qué hizo posible la fortaleza del peso? En principio, tres estrategias de la Secretaría de Hacienda: 1) la disciplina fiscal; 2) el control del endeudamiento, y 3) la gestión energética. Lo que ralentizó a la economía nacional durante cuatro años se convirtió súbitamente en su principal atractivo. Sorpresas te da la crisis. Decir “disciplina fiscal” significa en México una nueva (y nunca vista) política de contención del gran capital. El “control del endeudamiento” supone mantener fuera de los circuitos de decisión a esa franja de seudoempresarios y políticos que pedían prestado para contratar empresas extranjeras y llevarse comisiones omnívoras. Y “gestión energética” equivale a sacrificar el plus del aumento de precios del petróleo para estabilizar el precio interno de la gasolina (también nunca visto). De ser profundas (es decir, no sólo sexenales), estas nuevas prácticas equivaldrían a un “nuevo régimen”. En pocos años, el país puede convertirse, una vez más, en la promesa de una economía afluente.
Sería la tercera oportunidad histórica de una opción parecida y, de ser exitosa, la joya de la corona en el balance del sexenio de AMLO. Las otras dos oportunidades fueron desaprovechadas. La primera, el raudo crecimiento entre los años 50 y 70, desembocó en el patético espectáculo de un empresariado devorando el patrimonio público. La segunda, la conjunción del TLCAN, la exportación de petróleo y el crecimiento de las remesas, cuyos dividendos se encuentran depositados en cuentas personales fuera de México en todo el mundo.
La decisión en torno a la sucesión presidencial será decisiva para capitalizar o no esta tercera oportunidad. ¿Podrá Morena con el reto? Imposible predecirlo.