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Cultura

2022-07-31 06:00

Un pequeño retrato

Periódico La Jornada
domingo 31 de julio de 2022 , p. 3a

Con particular emoción, quiero recordar aquí, con todo, todo cariño, a Julio Labastida, pues, si no hubiera fallecido el 23 de septiembre de 2021, ¡ay!, el próximo 21 de octubre habría cumplido 84 años de edad.

Aun cuando en Rumbo al exilio final incluí anécdotas significativas de Julio, hoy, para celebrarlo, voy a abundar en ellas.

Julio y yo nos conocimos en algún momento de mediados de la década de los 70, a partir del “sicoanálisis profundo” (según se llamaba, clínicamente hablando; el primero de dos tratamientos de esta índole a los que me sometí, con la misma analista, en mi vida, hoy de 74 años de edad).

Como quiera que sea, la segunda parte de aquél, mi primer tratamiento sicoanalítico, transcurrió en grupo, radicalmente diferente, aunque tan efectivo uno como el otro, de la primera, aproximadamente de un par de años de duración, que yo atravesé desde el diván. En el grupo fuimos siempre ocho integrantes, no todos fijos, algunos fueron temporales, aunque Julio y yo sí empezamos y terminamos (algo que, se sabe, no termina nunca) hasta haber sido dados de alta, se crea o no, un puñado de años después.

¡Cómo gocé la compañía, el compañerismo y hasta la familiaridad con Julio!

En el libro que menciono más arriba (que es una autobiografía específicamente dedicada a los libros y mi trabajo literario), he incluido anécdotas destacables y, siempre recordadas con enorme afecto, pero hoy, aquí, quiero abundar un poco en ellas, decía, precisamente lo que fue mi larga, duradera, divertida, única, relación con él.

Juntos y, simultáneamente cada uno en busca, a la expectativa, de su propia “pareja para la vida”, la misma sicoanalista, tan rigurosa como era, no ponía el menor reparo en que Julio y yo nos viéramos fuera de la sesión.

Querido Julio, ¡qué extraño es seguir viva, seguir activa, atraviese y atraviese una experiencia tras otra, y no poder ni siquiera imaginar en compartirlas en una plática contigo!

El gran Julio, siempre con la camisa, por detrás, más o menos de fuera; siempre, con un lápiz atravesado entre los dientes, distraído, casi ingenuamente asombrado, sonriente. Registro aquí en su recuerdo, imborrable para mí, sus importantes logros académicos (incluso llegó a ser coordinador de Humanidades), sus publicaciones sociológicas, su honestidad.

Tuvimos una amistad permanente a la par que fugaz, finalmente, lamentablemente interrumpida por él o por mí, y no recuperada.

Según recuerdo, él mismo llegó a llamarme y darme la noticia del nacimiento de su primera hija, y mi reacción, o lo asustó a él o a su esposa, pues cuando le expresé, emocionada, que me gustaría visitarlos en el hospital, él, quizá vacilando un poco, quizá preguntando a señas a su esposa si mi presencia sería bienvenida, infortunadamente me dijo que preferían que no, que no los visitara en el hospital. ¡Nada que hacer! Colgué el auricular, no niego que con palpitaciones agitadas, ante una negativa tan inesperada, tan dolorosa para mí. Significó que nuestra amistad, al menos activa, había terminado.

Por suerte, conservo recuerdos muy antiguos de lo divertido que era Julio antes de casarse, de lo atento conmigo y con mi familia. Por ejemplo, asistió al velorio de mi papá, nos acompañó cuando mamá depositó la urna con sus cenizas con las de la familia.

Estoy casi segura de que la última vez que vi a Julio, mi amigo que creí, que esperé, que fuera un amigo mío de toda la vida.

Con frecuencia, vuelvo a la ocasión en que, sentados en la barra de un café, yo a su izquierda, en el intermedio de no sé qué obra de teatro que fuimos a ver, íbamos seguido, de pronto vi cómo Julio tomaba el plato de una señora sentada a su lado derecho y, sin más, consumía los restos del platillo ajeno.

Julio fue tan querido por mí y por mi familia entera que estuvimos a punto de emparentar. Julio se enamoró de mi adorada prima hermana, Mercedes Barquet Montané, de mi misma edad, casi exacta, con quien, entre otros 17 nietos de mi abuelo materno, compartimos todos, a lo largo de nuestra infancia y primera juventud, el mismo cerco familiar, parentesco incluso hasta deseado con Julio, que se frustró.

¡Ay, Julio! Tengo prácticamente sólo recuerdos agradables de aquella época, lejanísima, que yo creí, que esperé, que se prolongaría intacta hasta el final. Te extraño. ¡Cómo te quise!

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