“Tres meses desempeñé el cargo de juez en la Plaza México, pero ante la falta total de respeto a la autoridad, la subordinación de la empresa ante los apoderados de algunos diestros importados, y el endeble respaldo de la entonces delegación Benito Juárez a sus representantes taurinos, decidí renunciar. Y eso que siempre quise ser juez de plaza. Ah, y en El Heraldo de México hice crónica taurina durante un año, al cabo del cual me dieron las gracias ‘porque era demasiado crítico’. Ambos cargos fueron honoríficos o sin paga de por medio”, recuerda el prestigiado especialista en Derecho administrativo y bibliófilo taurino Antonio Barrios, con una biblioteca de 4 mil libros sobre la fiesta de los toros.
Y añade: “En el valioso Museo Centro Cultural Tres Marías, de Morelia, hay 14 mil libros sobre toros, seguramente la más extensa del mundo en la materia, lo que refleja la importancia del tema taurino, y de la que desde luego el compasivo juez federal de la ‘suspensión definitiva por tiempo indefinido’ ni enterado está, por andarle haciendo el juego a grupitos fantasma con la rentable etiqueta de animalistas”.
“La falta de una función emocionante y apasionante −continúa don Antonio− fue alejando a la gente de las plazas, perdiéndose la costumbre de inculcar a hijos o nietos el gusto por tan original espectáculo. Yo empecé a ver toros el 23 de enero de 1944, en la plaza El Toreo de la Condesa. Mi madre me llevó de cuelga por mi cumpleaños a ver a Silverio, Velázquez y Procuna con un encierro de Piedras Negras, y mi padre filmaba las corridas cuando México era taurino, sin remilgos animalistas. Estudié en la UNAM de 1955 a 60 y no había un solo antitaurino; habría a quien no le gustaran los toros pero nadie los atacaba pues un interés colectivo sustentaba esa tradición. Desapareció la Peña Taurina Universitaria y con ella la relación de la fiesta con la academia.
“Los taurinos −prosigue, con una lucidez que eluden los especialistas− han hecho lo que han querido para su beneficio, no de la fiesta, cuyos promotores cayeron en la autorregulación más complaciente, no sólo por unas autoridades omisas, sin confrontaciones con la empresa en turno, sino porque durante décadas, taurinos, aficionados y público permitieron que las cosas se salieran de cauce. La autoridad deja hacer y pasar como si la rica tradición taurina de México no demandara atención prioritaria desde el punto de vista político, económico, histórico, identitario, cultural y social. Algunos ganaderos, por complacer a figuras comodinas y asegurar sus ventas, apostaron por la nobleza e incluso la docilidad a costa de una bravura codiciosa y emocionante.
“Lo del animalismo o mascotismo es reciente, y los derechos humanos no pueden equipararse a los de los animales. En Francia los taurinos han sabido defenderse, en España algo y en México nada. El compromiso es unirnos y sumar esfuerzos: que el ganadero recupere bravura y edad en sus reses, que el empresario pague por el toro hecho, no a medio hacer; que el torero se convenza de enfrentar reses íntegras, que el cronista deje de alcahuetear intereses, que las peñas taurinas capaciten a sus miembros y formen nuevos aficionados, que los promotores de la fiesta tiendan puentes de comunicación eficaz con intelectuales, artistas plásticos, escritores, poetas, videoastas y diseñadores gráficos, que la alcaldía Benito Juárez deje de enemistarse con la afición.
Y serio concluye: “Que los abogados que dicen amar a la fiesta, aboguen por ella. Si este amparo no se lleva con esmero, con verdadera pasión de aficionado, se puede perder”.