Habiendo muerto su dictador Francisco Franco, aunque no el franquismo, el gobierno de España empezó a desarrollar una campaña para tener mejor presencia internacional, especialmente en América, a cuyos mercados les había echado el ojo.
Un camino que tomaron fue procurar, de cara al año 1992, una gran “celebración” de lo que llamaron el “quinto centenario del descubrimiento de América”. Así se le había comenzado a llamar a la gesta de Colón al acercarse 1892. Fue el 12 de octubre de ese año cuando se fundió en bronce la estatua que se yergue ahora en el barrio de Buenavista, misma que había sido dejada hecha en yeso por Manuel Vilar, en 1858.
Asimismo, en 1877 se inauguró otra estatua de Colón, más famosa, debida a Charles Cordière.
Con anterioridad, al menos en España y sus colonias, no parece haber merecido mayor recuerdo, pero a fines del siglo XIX el gusanillo imperialista de recuperar sus colonias no fue del todo aplastado por la pérdida de las últimas que le quedaban en nuestro continente, además de Las Filipinas, dejaron a ese otrora imperial país convertido en una de las últimas palabras del credo de Europa occidental.
Su gestión tomó dos caminos: convocar a las naciones americanas a que crearan sus correspondientes comisiones para organizar la gran fiesta.
En 1982, cuando se llevó a cabo una primera reunión de éstas, en la propia España, obtuvieron un éxito sonado. Incluso, Estados Unidos creó su comisión, presidida por un cubano que vendía llantas en Miami, y respaldó las festivas intenciones ibéricas. Canadá, en cambio, los mandó por un tubo.
A su vez, México no lo hizo de momento… El hecho de que el gobierno de López Portillo llegara a su fin, dio lugar a que éste dejara el tema totalmente libre para su sucesor.
Pero, contra lo que ahora se diga, en la Unesco no fue así. Era de esperarse: cuando el tema se llevó a la plenaria, todos los países africanos levantaron la mano al unísono para negarse a festejar el principio de lo que fue un gran calvario de tantos hijos suyos que fueron llevados por la fuerza a tierras americanas donde vivieron verdaderamente en un infierno.
Es falso, pues, que la Unesco decidiera entonces “festejar por todo lo alto”; más bien, decidió no hacerle caso. No importó que un español de nombre Federico Mayor Zaragoza fuese director adjunto hasta 1981. El hombre sería asesor entre 1983 y 1984 y finalmente el mero director durante 12 años a partir de 1987.
Su ascenso coincidió con la llegada de Miguel León-Portilla, quien había dejado de estar al frente de la comisión mexicana, misma que esgrimió desde el principio la conveniencia de hablar de conmemoración (no de celebración), es decir traer a la memoria, y de encuentro que, según se estableció en su decreto de creación, lo mismo se refería a la violencia de la conquista –el encontronazo, decía Guillermo Bonfil, también con razón plena–, que a los mestizajes a que había dado lugar, y su cauda de contradicciones.
Por lo que se refiere a la Unesco, fue precisamente cuando se llevó el planteamiento de conmemorar el encuentro, después de 1987, lo que dio lugar a que la asamblea de dicha organización, por unanimidad, aceptó sumarse al recordatorio.
Con independencia de exigir el respeto por las culturas originales de “nuestra América”, como la llamó Martí, aquella fue una ocasión propicia para hablar a favor de ellas, pero también de intentar darle más cohesión al mundo latinoamericano. A fin de cuentas, el éxito fue pobre, pero al menos se puso en crisis la idea de que el 12 de octubre y la presencia española en América no podía soslayarse, pero que no podía ser motivo de celebración.
Con su venia, en una próxima entrega, procuraré desfacer algunos entuertos sobre la Comisión Mexicana del Quinto Centenario.