Los viejos partidos que sostuvieron el régimen de la “transición democrática” convivían en el centro. A inicios de la década de los 90 del siglo pasado se decía que “izquierda” y “derecha” eran términos que ya no funcionaban porque se habían terminado las ideologías. Así, la propuesta fue dividir la geometría entre modernizadores y “globalifóbicos”, como los llamó Ernesto Zedillo. Para la izquierda electoral, se planteó un solo camino: resignarse a los ineludibles mercados, el de mercancías y el de votos, y a la nueva “ciencia” del neoliberalismo. La izquierda europea, por ejemplo, acabó por no poderse distinguir de la derecha y la derecha triunfante, propuso una “sociedad” sin políticos que fuera generando instituciones que, sin ser del Estado, dependían de los contribuyentes. La naturalización de la técnica como una respuesta no-ideológica a los problemas fue una manera de despolitizar la política y desdemocratizar la democracia, ya que la ciencia no tiene por qué darle explicaciones a nadie. El centro se alimentaba de la idea de que el neoliberalismo no era una ideología, sino un conjunto de herramientas de gestión de las decisiones. Por eso, no creían en proyectos de nación –lo moderno era ser global–, sino en “votar por asuntos”: un gran centro donde se podía saltar de un extremo a otro. En Europa y en Estados Unidos, el “asunto” se convirtió en la inmigración a través de los ojos del desempleo, y se fortaleció el fascismo ahora con temas ecologistas y mujeristas. El centro se fue perdiendo en la revelación anunciada de que el neoliberalismo era una ideología que justificaba la concentración de la riqueza y creó al sujeto de la autoayuda.
A dos décadas resulta curioso releer, por ejemplo, dos libros canónicos del centro, La reinvención de la política, del alemán Ulrich Beck, o La tercera vía, del británico Anthony Giddens, que trataron de sustituir la izquierda-derecha con una sociedad armónica donde no era “esto o aquello”, sino “esto y aquello”. Una lleva a la polarización del conflicto, la otra, a que cada quien permanezca en su propio código postal. Sin izquierda ni derecha, las cosas en conflicto eran, según Beck: adentro-afuera; seguro-riesgoso; moderno-contramoderno, y político-privado. Una inocencia con respecto a la ciencia los lleva a decir que la experimentación genética es “un pragmatismo de la anticipación” o que el ecologismo es una “democratización de Dios”. Con esas ganas de que ya no hubiera ideologías, sino modernidad y contramodernidad, es decir, novedad y tradición, se justificaron revisiones de la historia europea, donde el nazismo y el bolchevismo habían promovido una “guerra civil” entre 1917 y 1945 contra el liberalismo democrático al que ninguno de sus historiadores ve pactando con el fascismo. Estoy pensando en el libro de Ernst Nolte que el FCE publicó en español en pleno salinismo. Ahí se fuerza una semejanza entre la Revolución de octubre bolchevique y el golpe de Estado fallido de los nazis en 1923. Y se esculpa a los liberales que parecen, no abocados a los negocios con la Alemania de la dictadura nazi –como sucedió–, sino pasmados ante la lucha de los Frentes Populares contra la expansión del fascismo. Para la historia oficial de los neoliberales, convenía que el mundo fuera culpa de las ideologías. Como lo escribió Norberto Bobbio: “No hay nada más ideológico que la afirmación del fin de las ideologías”.
El centro en México fue posible por la lucha contra el Partido Único. Si eras de izquierda o de derecha, querías que el PRI perdiera una elección presidencial. Recuerdo todavía a un “intelectual” autodenominado de “izquierda” que tuvo la temeridad de escribir que había democracia, aun con el triunfo anticipado del PRI. Pero nadie le prestó atención. El centro se alimentó de esa idea de que la democracia era una armonía pluralista de la que se ayudaban decenas de organizaciones civiles que sustituían con su técnica, metodología y evaluaciones, las decisiones del Estado. “No hay posiciones, sólo problemas”, fue el lema publicitario del fin de las ideologías. Así, el centro no veía a derecha e izquierda como contradictorios entre sí, sino como complementarios, contra su enemigo que era la represión y el fraude electoral del PRI. Todavía faltaba que, ya en el poder presidencial, Acción Nacional incurriera en las mismas prácticas. Como PRI y Acción Nacional compartían ideas del país, negocios mutuos, y hasta familiares, parecía que el centro sería el nuevo régimen bipartidista. Pero llegó al poder una izquierda que puso en el campo de disputa la contención de la desigualdad brutal y la lucha por la equidad.
¿Cuál es el “centro” que se propone ahora? Del lado de Morena, sería aminorar las tensiones con las empresas que no pagaban impuestos, que usaron el autoabasto como saqueo, y quizás hasta con la “academia” de los fideicomisos inescrutables. Del lado de la derecha, serían los autoproclamados “libertarios”, esos que no quieren pagar impuestos, le dicen “negocio” a la especulación con criptomonedas, y creen que los derechos son, en realidad, servicios para quien pueda pagarlos. Ambos reconocen la desigualdad, pero proponen, desde Morena, el retorno a la subvención de las empresas y, desde la oposición, los programas de caridad que dependen, no de los derechos constitucionales y la universalidad de su reparto, sino de la supuesta empatía de los filántropos. Pero volviendo a Bobbio: “La existencia del gris no reduce en lo mínimo la diferencia entre negro y blanco”.