Por la mañana del 26 de julio de 1968, en pasillos de la Escuela Nacional de Economía (ENE), estuve con otros estudiantes terminando de pintar las mantas que llevaríamos por la tarde a la marcha para conmemorar el asalto al Cuartel Moncada en Cuba, que encabezó Fidel Castro en 1953. En la marcha, que partió del lugar conocido como Salto del Agua, en la calle de San Juan de Letrán y Arcos de Belén, participábamos diversas organizaciones estudiantiles y políticas. Destacaba por su número y mantas las del Congreso Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED), organización creada y dirigida por la Juventud Comunista en México (JCM), agrupación del Partido Comunista Mexicano (PCM). Sin embargo, los estudiantes y jóvenes que participábamos en otras agrupaciones de filiación castrista, guevarista, maoísta, espartaquista, socialista, trotskista o sin más etiqueta que declararse de izquierda, éramos muchos. Participábamos entusiasmados gritando incansablemente consignas de apoyo a la revolución cubana, a la libertad de los presos políticos y por el cese a la represión del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.
Cuando el contingente en que participaba llegó a la esquina de la calle de Madero y San Juan de Letrán y realizábamos un mitin en el que hablamos Romeo González Medrano, de la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, y yo, de la ENE, llegó un grupo de estudiantes politécnicos ensangrentados denunciando que con violencia la policía les impidió llegar al Zócalo para protestar contra las agresiones que habían recibido. De inmediato les expresamos nuestra solidaridad y repudio a la desmedida agresión policiaca y llamamos a organizarnos para avanzar al Zócalo, desde diversos puntos. Otros estudiantes politécnicos que habían llegado a la Alameda, después de confrontar a los dirigentes de la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos (FNET), cuando Arturo Martínez Nateras hablaba en el mitin en nombre de la CNED y de la JCM, también recibieron el respaldo para dirigirse al Zócalo, donde los granaderos perseguían y golpeaban a estudiantes, principalmente, de la Vocacional 5.
Pisar el Zócalo en la capital del país estaba vetado por el gobierno de Díaz Ordaz para protestas de las organizaciones populares y de izquierda. Los estudiantes politécnicos no pretendían llegar enarbolando posiciones de izquierda, sólo exigían castigo a los policías. También nuestro intento de llegar al Zócalo fue rechazado enérgicamente por las fuerzas policiacas dirigidas por el general Raúl Mendiolea Cerecero. Sin embargo, en esa ocasión, en lugar de retroceder y alejarnos, empezamos a enfrentar a los policías con lo que podíamos. Los palos de las mantas y los adoquines se transformaron en nuestras “armas” en la batalla para responder y frenar las violentas embestidas policiacas, situación que fue utilizada para una de las primeras apariciones de los halcones, quienes se dedicaron a destrozar cristales y fachadas de establecimientos comerciales.
No logramos llegar al Zócalo, pero muchos grupos se acercaron a sus límites. Hubo estudiantes heridos y también policías. Por muchas horas se prolongó este enfrentamiento que, contra lo que declaró la Procuraduría General de la República (PGR), no había sido promovido por “comunistas”, o algún otro grupo “extremista”. La decisión de enfrentar a los policías, utilizando sólo palos y adoquines, surgió espontáneamente al sellarse el compromiso de universitarios y politécnicos para dar respuesta a la arbitrariedad y violencia gubernamental.
Durante las oportunidades que tuvimos para reagruparnos, se propuso ir a nuestras escuelas para informar de lo que había sucedido y convocar a una huelga general estudiantil en repudio a la represión y por la libertad de los presos políticos, que esa noche fueron más con la redada de militantes del PCM. Al día siguiente, no obstante que era sábado, cumplimos nuestro compromiso de la noche anterior y nos dirigimos a informar en las escuelas de Ciudad Universitaria y del Politécnico.
Mientras con entusiasmo, ilusión e ingenuidad iniciábamos esta rebeldía, desde los sótanos y esferas del poder preparaban la respuesta. El lunes 29 de julio el general José Hernández Toledo notificaba al batallón de fusileros paracaidistas, establecido en el Campo Militar Número Uno, en la “orden preparatoria número 1 de la Misión Azteca” que a partir de esa fecha “quedarán suspendidos todos los permisos de cualquier índole para salir del cuartel”. Este ordenamiento de un general que dependía del general Marcelino García Barragán, en los primeros días de aquella rebelión, fue parte de otros que se emitieron a causa, según afirmaría el secretario de la Defensa Nacional, de “información falseada y exagerada que recibió el entonces secretario de Gobernación”, Luis Echeverría Álvarez.
¿Por qué? Sucesos posteriores, entre otros las trampas y la masacre del 2 de octubre, y los archivos, lo revelarían.