Las tensiones entre Estados Unidos y China se encuentran de nueva cuenta al alza. Ayer, los presidentes Joe Biden y Xi Jinping sostuvieron una conversación telefónica de dos horas en la que el líder del Partido Comunista advirtió al demócrata que Washington no debe “jugar con fuego” en Taiwán ante la posible visita a esa isla de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi. El martes, quizá como preparación del ambiente rumbo a la teleconferencia, el subsecretario adjunto para Asia Oriental del Departamento de Estado, Jung Pak, acusó a Pekín de “provocaciones” contra rivales en el mar de China Meridional, y fue tan lejos como para sostener que, dado su “comportamiento agresivo e irresponsable”, es cuestión de tiempo que ocurra un incidente o un accidente grave entre las fuerzas armadas que recorren la zona.
Los diferendos en torno a Taiwán y el mar de China Meridional son distintos, pero se encuentran fuertemente conectados. Por un lado, la situación de la isla, independiente de facto desde 1949 y a la que Pekín considera parte indivisible de su territorio, es uno de los asuntos más espinosos en la agenda mundial: aunque Estados Unidos y sus aliados (al igual que la inmensa mayoría de la comunidad internacional) no le reconocen estatus de país independiente, Occidente mantiene unas relaciones más que cordiales con Taipéi, le proporciona constante ayuda militar para disuadir a Pekín de recuperar por la fuerza la provincia insular escindida al final de la guerra civil china y, en general, la usa para hostigar al gigante asiático, país al que los gobiernos miran con recelo y animadversión, pero del cual dependen en gran medida sus economías. Por otro lado, la región marítima del sudeste asiático reviste una importancia estratégica clave por ser zona de tránsito de 30 por ciento de las mercancías a nivel global y es objeto de reclamaciones entre los estados que ocupan sus costas. Si bien es cierto que Pekín mantiene una política expansionista en este territorio de 3 millones de kilómetros cuadrados, es difícil pasar por alto la arbitrariedad imperialista detrás de las potencias obstinadas en patrullar con embarcaciones y aviones militares un área ubicada a miles o decenas de miles de kilómetros de sus costas.
En éstos, como en tantos de los desafíos que agobian a su administración, el presidente estadunidense se ve constreñido por un margen de maniobra mucho menor de lo que admite en público. Desde el mes pasado se dio a conocer que Biden contempla la idea de levantar algunos de los aranceles a productos chinos establecidos durante la era Trump para reducir la hasta ahora imparable inflación que genera un enorme malestar entre los consumidores de su país y que ya se ve como factor principal de la anticipada derrota electoral de su partido en noviembre próximo. Pero el alivio a los precios podría representarle acusaciones de ceder frente a su rival geopolítico y dar vía libre a la oposición para envolverse en la bandera del patriotismo y la defensa de “América”. Tampoco está claro qué tan lejos puede llegar su respaldo efectivo a Taipéi en momentos en que Washington y Bruselas realizan envíos masivos de dinero y armas a Kiev para frenar la invasión rusa, ni hasta dónde llegaría en realidad la promesa de defender militarmente a la isla, esbozada por el inquilino de la Casa Blanca hace dos meses.
En vista de la cantidad y magnitud de problemas domésticos que ya enfrenta el mandatario estadunidense, hoy más que nunca debería ceñirse al principio de no intervención, aceptar que su país no es el policía del mundo, dejar que Pekín y Taipéi arreglen asuntos que son propiamente chinos y que las naciones del sudeste asiático resuelvan sus reclamos fronterizos sin injerencia de potencias foráneas. Lo ocurrido en Ucrania debería ser una advertencia de que entre más se presione a Pekín a acatar las directrices occidentales, mayor es la probabilidad de una escalada bélica y una internacionalización del diferendo. Lo más conveniente, pues, es propiciar la negociación y la distensión.