Oslo. El nuevo Museo Munch (Munchmusset) anunció hace unos días que ha recibido más de un millón de visitantes desde su apertura en octubre pasado. El recinto esperaba alcanzar esa cifra en al menos un año, pero han bastado nueve meses y el levantamiento de las restricciones sanitarias por el covid-19 para que el lugar sea un punto de encuentro obligado este verano en la capital noruega.
Si alguien piensa que la obra maestra de Edvard Munch (1863-1944) es El grito, bastará recorrer las primeras salas del Munchmusset para desechar la idea. Aquí está el legado que el artista obsequió a la ciudad de Oslo, conformado por 26 mil piezas, de las cuales mil 183 son pinturas, además de sus bocetos, grabados, esculturas, fotografías, planchas de impresión, piedras litográficas, pinceles, diarios y escritos literarios.
No hay objeto que no sea relevante para la historia del arte universal. Para abrir boca, por supuesto, están las versiones que Munch hizo de la célebre figura con las manos en el rostro y una mueca de desesperación en la cara (que incluso se usó para hacer un emoji).
En el museo se pueden apreciar, por ejemplo, las litografías en blanco y negro de El grito, de las cuales se estima que existen alrededor de 30 copias. Aquí están seis de ellas, incluida una que el artista coloreó a mano.
Pero también deslumbran sus obras de escenas sombrías, como la que muestra la intimidad de la habitación de una mujer asesina, así como desnudos expresionistas, y cientos de bocetos de sus trabajos más importantes, como La niña enferma, que empezó a gestar cuando tenía 23 años y presentó en una primera versión en 1886, en medio de críticas por lo que se llamó su pintura “tosca”, pero que le dio la certeza de que estaba abriendo nuevos caminos en el arte. Más tarde escribiría: “la mayor parte de lo que he hecho desde entonces tuvo su génesis en esa imagen”.
Son 11 las salas de exposiciones, repartidas en 13 pisos, con al menos 220 obras de Munch exhibidas de manera permanente. El inmueble, diseñado por el despacho español Herreros, mide 60 metros de altura, está revestido con paneles de aluminio reciclado y los amplios ventanales en la parte superior brindan una espectacular vista del barrio Bjorvika, esa ciudad que hoy venera a Munch y que él repudió en algún momento por sentirse incomprendido.
A través de una de las paredes del inmueble (que luego se selló) se tuvo que introducir el mural El sol, que tantos años se exhibió en el aula magna de la Universidad de Oslo. Hoy esa obra tiene su propia sala titulada Munch Monumental, la cual sorprende a los visitantes porque muestra una visión más esperanzadora, contraria a la pesadumbre sombría del resto de la obra del artista noruego.
El sol, pintado en 1911, es una explosión en rojo, azul, rosa, amarillo y oro que ilumina uno de los fiordos en el sur de Noruega llamado Kragero. Munch realizó esta obra al salir del hospital siquiátrico donde estuvo internado por agotamiento físico y mental.
En el piso 10 del recinto, se presenta un espacio que agrada particularmente a los jóvenes, protagonizado por la banda noruega de black metal Satyricon, que escribió música para acompañar un video, el cual muestra una selección de pinturas y gráficos de Munch. El resultado es una experiencia en un salón oscuro, con la visión casi pesadillesca de la obra del pintor, que hipnotiza a los espectadores si se dejan envolver por los ritmos de ese rudo género roquero.
Tras bambalinas hay mucho trabajo en el área de investigación y restauración del Munchmusset, pues cuando la ciudad de Oslo heredó la colección tras la muerte de Munch, algunas piezas se almacenaron en lugares al aire libre y sótanos. Aunado a la mala calidad de muchos de los materiales que el artista usó, existe ahora todo un equipo de especialistas que trabajan en encontrar maneras para evitar que muchas obras sigan decolorándose (incluido El grito) o de plano desintegrándose.
Los turistas latinoamericanos disfrutan la visita al toparse con algunos paisanos entre los jóvenes trabajadores del Munchmusset, como el sociólogo chiapaneco Jaime, quien narra que colabora con el recinto desde que se encontraba en su anterior ubicación, en el barrio Gamle de Oslo, mismo espacio de donde se robaron El grito en 2004.
Como sucede con el nuevo Museo Nacional de Oslo (del cual hablamos ayer en estas páginas), el Munchmusset, cuya construcción tuvo un costo de 320 millones de euros, no es del agrado de los gustos conservadores de algunos oslenses.
“El vestíbulo parece un aeropuerto, un almacén, un hotel o un edificio comercial”, dijo a la agencia Afp el reconocido historiador de arte noruego Tommy Sørbø, quien se horrorizó ante el “destrozo” de la ciudad que para él representa el nuevo museo, sobre todo porque, añadió, “no hay nada en la elección de los colores y los materiales del edificio que anuncie que allí se alberga la obra de uno de los grandes artistas del mundo”.
Si bien subir las escaleras eléctricas para recorrer cada piso podría recordar a los visitantes mexicanos el Metro de la Ciudad de México, el millón de personas que ha tenido la oportunidad de conocer el Munchmusset no sale defraudado ante las joyas que se muestran en cada sala y que incluyen estos días, en una exposición temporal, la versión que Andy Warhol hizo de El grito, así como obras de la vanguardia escandinava, piezas de expresionistas alemanes, fotógrafos estadunidenses y mujeres pioneras del arte del siglo XX, como la franco-estadunidense Louise Bourgeois y la escultora danesa Sonja Ferlov Mancoba.