“Pido humildemente perdón por el mal cometido por tantos cristianos contra los pueblos indígenas”, manifestó el papa Francisco a integrantes de los pueblos originarios Primeras Naciones, métis e inuit durante un acto celebrado en Maskwacis, provincia de Alberta, Canadá. El sitio elegido para el primer encuentro del pontífice con indígenas en territorio canadiense reviste un gran simbolismo por ser una de las localidades donde se puso en práctica la política de asimilación forzada de dichos pueblos: desde 1863 y hasta fecha tan reciente como 1998, las autoridades de ese país financiaron un programa por el que 150 mil niños fueron arrebatados a sus familias y recluidos en internados donde se les prohibía hablar sus propios idiomas y se les obligaba a adoptar las costumbres occidentales, además de encargarles tareas domésticas que los alumnos blancos no realizaban en sus escuelas.
En 2015, a pocos años de que se clausurara la última de esas “escuelas”, una Comisión de la Verdad y la Reconciliación determinó que los menores secuestrados sufrieron malnutrición, agresiones verbales, así como un abuso físico y sexual desenfrenado (en palabras del Parlamento canadiense) por parte de directores y maestros. Las condiciones en tales institutos, gestionados por asociaciones religiosas, eran tan deplorables que entre 3 mil 200 y 6 mil niños (según las fuentes) murieron por abuso y negligencia. El informe de la referida comisión ya había conmocionado a la sociedad canadiense, pero el reclamo de justicia se hizo clamoroso hace poco más de un año, cuando aparecieron inhumaciones clandestinas y tumbas anónimas con los restos de cientos de menores en terrenos de tres centros de internamiento que habían sido administrados por la Iglesia católica.
Presionado por estas revelaciones, en abril Francisco recibió en el Vaticano a una delegación de los pueblos indígenas, les expresó su “indignación y vergüenza” ante los hechos, y anunció la visita concretada este domingo. Ya entonces condenó los métodos de colonización que intentaron uniformar a los indígenas “erradicándoles de su identidad, de su cultura, separando familias” e induciendo una homologación en “nombre del progreso y por la colonización ideológica”. Ayer, en presencia de víctimas de esos centros, reiteró su condena al disculparse “por la forma en la que muchos miembros de la Iglesia y de las comunidades religiosas cooperaron, también por medio de la indiferencia, en esos proyectos de destrucción cultural y asimilación forzada”, políticas que calificó de “nefastas para la gente de estas tierras”.
La actitud del pontífice debiera ser un ejemplo para instituciones y particulares que todavía hoy pretenden relativizar, o de plano negar, verdades inocultables: que el proceso de colonización de las potencias europeas y sus descendientes sobre el continente americano se llevó adelante mediante un sistemático genocidio físico, pero también cultural, contra los pueblos originarios; que los actos de los colonizadores no merecen calificativos más suaves que el de crímenes contra la humanidad, y que es en estos siglos de discriminación, exclusión, sometimiento y privación de derechos donde han de buscarse las explicaciones al atraso padecido por las comunidades indígenas en diversos órdenes, desde el educativo hasta el financiero.
Al mismo tiempo, la calurosa acogida dispensada por Primeras Naciones, métis e inuit al líder católico demuestra que el pasado sólo puede dejarse atrás cuando se reconocen los crímenes perpetrados, se expresa arrepentimiento y se muestra una voluntad veraz de reparar los daños.
Pretender que comunidades históricamente vejadas extiendan su perdón sin haber pasado por este proceso no supone cerrar las heridas ni impulsar la reconciliación, sino minimizar de manera ignominiosa el dolor de los grupos sometidos, exculpar a los responsables y abrir la puerta para la repetición de las opresiones.