No recuerdo si antes nos llevábamos tan pesado como hoy lo hacemos en las redes sociales, que bañan de burlas y odio al bando contrario, al malo de la película, al patético, al denunciado por depredación sexual, al político defenestrado. Los exponemos sin necesidad de pruebas. Montamos linchamientos mediáticos en términos vejatorios. Se ha perdido el sutil “viboreo”. Uno puede vomitar, metafóricamente, en ellos. Rara vez con consecuencias legales, pero sí sociales.
Dos acontecimientos recientes, muy distintos, desataron el gesto justiciero con una furia verbal carente de matices. Habrá quien diga que así rifan hoy las cosas. Sirvan de ejemplo. Uno fue en el ámbito literario, durante la entrega del premio “de escritores para escritores”, debido a los cuestionamientos fuera de lugar, y en el lugar equivocado, del prosista y académico de la lengua Felipe Garrido a la obra premiada de Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana. La consecuente paliza en redes sociales (esa vox populi) no escatimó epítetos contra Garrido por “patriarcal”, “autoritario”, incluso “sicario de la palabra”. Hubo burlas a su obra, se rieron de los premios que ha recibido (incluyendo el de marras). Le llovieron la perspectiva de género y la corrección política. Criticables sus comentarios, ¿ameritaban tanto odio ad hominem?
Pocos días después falleció a los 100 años el ex presidente Luis Echeverría Álvarez (LEA), un cadáver vivo al que nadie se acercaba ya, aplastado por el juicio de sus contemporáneos, particularmente de sus víctimas. No es frecuente tanto júbilo ante la muerte de alguien. Gente que no vivió su tiempo ni experimentó sus represiones reaccionó con tanto o mayor odio que los agraviados. Un asesino es un asesino, que ni qué.
Hubo pálidos intentos de recordar su “parte buena”, que la tuvo, como atestigua la gratitud del exilio chileno tras el asesinato de Salvador Allende y la instauración de la cruel dictadura. Amaba a Mao y tenía un altar para él y Allende en su recámara en Los Pinos. Farol de la calle, promovía iniciativas “correctas” y “progresistas” en los foros internacionales, mientras en el frente interno mantenía una despiadada “guerra sucia” contra la oposición política armada o radical, la cual respondía directamente a sus acciones genocidas: las masacres del 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971. La guerra sucia fue un espejo de su culpa.
Cultivó una base firme de artistas e intelectuales (“Echeverría o el fascismo”, proclamaría Fernando Benítez). Dio impulso a un admirable y politizado “nuevo cine”. Paladín del tercermundismo liberador, se ganó a Fuentes, a Siqueiros, a Garibay, aunque hundió al Excélsior de Julio Scherer.
También inauguró puentes, unidades habitacionales, aeropuertos, como cualquier presidente. Reclutó con éxito a indígenas dóciles con el Plan Huicot para los entonces llamados huicholes, entregó el corazón de la selva a los diezmados lacandones, canonizó las “artesanías”. Dotó de tierras a quien las quisiera a lo largo de la frontera con Guatemala. Inventó Cancún. Obsesivamente trató de limpiar la sangre de sus manos. ¿Merecía el vituperio multitudinario en las redes, el escrache final contra el único presidente llevado al banquillo en la historia moderna por crímenes de lesa humanidad? Supongo que sí.
Sin relación directa con estos dos asuntos, el actual clima de crispación opinatoria se ve atizado por los discursos antagonizantes y nada sutiles del oficialismo y sus opositores de derecha que buscan recuperar el poder político (el otro nunca lo perdieron). La vocinglería de los políticos profesionales, reflejada en medios y redes, sirve para ocultar y descalificar resistencias desafiantes y trascendentes, las verdaderas alternativas que nacen de la temida “comunidad” y que los partidos desdeñan. Sin las grandilocuencias de la nación única y gloriosa (aunque tampoco se molestan en negarla), resulta incómoda porque pone en primer plano la comunidad y el territorio que la sustenta.
Aventurando una digresión, pensemos en los caprichos de la memoria. ¿Qué hace de LEA un villano genocida a los ojos de todos, mientras Ernesto Zedillo, que es otro, pasa por administrador eficiente durante la cresta neoliberal cuyas zonas oscuras la opinión pública tiende a ignorar? El día que muera es improbable que reciba una paliza mediática comparable a la que acompañó a LEA en su deceso.
Ambos fueron incondicionales del sistema, soldados del PRI. Uno “nacionalista”, el otro “globalifílico”. Zedillo es un genocida en la misma escala que LEA. ¿La diferencia consiste acaso en que no mató estudiantes ni gente de clase media, sino campesinos indígenas sin rostro en Chiapas, Oaxaca y Guerrero? ¿No es Acteal un paradigma de crimen masivo y de Estado?
Tales son los caprichos del odio, forma extrema y fugaz del juicio histórico. Echeverría vivió cuatro décadas execrado y así lo despedimos. Llegada su hora, Zedillo solamente se hundirá en un blando olvido. Impunes ambos.