Tras la dimisión del primer ministro inglés, Boris Johnson, al liderazo del Partido Conservador, el corresponsal de Página/12 en Londres apuntó: “El sexo aparece casi siempre en los finales de los gobiernos conservadores. Las dos elecciones perdidas en junio habían sido por escándalos sexuales: en un caso, pedofilia; en el otro, en mirar porno en plena sesión de la Cámara de los Comunes”.
Como fuere, las implicaciones sociales y políticas de la sexualidad continúa siendo una asignatura pendiente en los entresijos del poder. Ilustrativa, la biografía de los emperadores romanos. Ahí está Nerón, hijo de padre incestuoso, que empieza como amante y matador de su madre y asesino de su esposa, y termina casado con su intendenta. Pero el caso de la familia real británica es emblemático. Durante siglos, supo cultivar el glamour, las ilusiones, desuniones, intrigas reales y traiciones en los entresijos del poder.
Según el antropólogo francés George Balandier, “todo sistema de poder es un dispositivo destinado a producir efectos comparables a las ilusiones que suscita la tramoya teatral (…) levantando sus decorados sobre la pobreza de la mayoría”. Recordemos, entonces, la fascinante historia de Enrique VIII (1491-1547), sin parangón en el novelón sexual de la cristiandad moderna.
Enrique VIII gobernó 38 años, tuvo seis esposas, y por no engendrar hijo varón degradó a dos de ellas (Catalina de Aragón y Ana de Cleves), a “princesa viuda” y “amada hermana del rey”. Con Jane Seymour llegó el anhelado varón, pero el niño murió a los 15 años. En cambio, Ana Bolena y Catalina Howard subieron al patíbulo por adulterio, mientras la del estribo, Catalina Parr, lo entretuvo hasta su muerte con aburridos diálogos sobre calvinismo y anglicanismo.
La adusta y puritana Victoria (1819-1901) parió nueve hijos con su primo hermano alemán, el príncipe Alberto de Sajonia (1819-61). Y cuando murió, ordenó que pusieran el retrato del príncipe sobre la almohada. Victoria se dormía abrazada al camisón del amado, y los sirvientes cuentan que durante 40 años tenían que preparar a diario la ropa limpia para el príncipe, como si aún estuviera vivo.
En diciembre de 1936, la renuncia al trono de su nieto sacudió al mundo. En efecto, Eduardo VIII reinó 11 meses, y la historia oficial asegura que “abdicó por amor” para casarse con la plebeya estadunidense Wallis Simpson… ¡dos veces divorciada! Mentira. Eduardo fue obligado a renunciar por ser simpatizante del nazismo. En 1937 se entrevistó con Hitler y en el mismo año Wallis se encontró en París con Rudolph Hess, el lugarteniente de Hitler.
Hess informó a su jefe que “…el rey está orgulloso de su sangre alemana, y seriamente interesado en el desarrollo del tercer Reich”. En tanto, Wallis, con fama de “vampiresa”, era amante de un ingeniero nazi de la Ford, y desde 1933 mantenía correspondencia con el canciller nazi Joachim Ribbentrop. Aventuras del tío playboy que, posiblemente, influyeron en el príncipe Harry (tercero en el orden de sucesión e hijo de Carlos y la difunta Diana), quien en enero de 2005 participó en la fiesta Nativos y coloniales, disfrazado de oficial nazi del Afrika Corps.
Otro escándalo notorio tuvo lugar en 1963: el “caso Profumo” (apellido del entonces ministro de Guerra John Profumo), que estalló tras haber trascendido su relación con la corista Christine Keeler, quien a su vez era amante del espía soviético Yevgeny Ivanov. El escándalo llevó a la renuncia del primer ministro conservador Harold Macmillan.
Mejor conocida, la patética historia de la popular princesa Diana, quien sospechaba que su esposo infiel, Carlos, pensaba asesinarla. Un juez de instrucción real abrió la investigación sobre el raro accidente automovilístico en que Diana perdió la vida en París (1997), asegurando que fue resultado de “una conspiración”.
Conclusión: difícilmente veremos en Netflix la temporada cinco de la excelente serie The Crown (Peter Morgan, 2016-20). La reina Isabel (96 años) no la soportaría, ya que Andrew, hijo preferido y duque de York, se convirtió en “simple ciudadano privado” luego de ser demandado en Nueva York por violación y abuso de una menor de edad.
El caso de John Pincher volvió a poner contra las cuerdas a un gobierno conservador. Titular de un cargo clave para la disciplina interna parlamentaria, fue la gota que desbordó el vaso, tras manosear a dos hombres en un evento público del partido. Boris Johnson admitió que conocía el perfil de Pincher (literalmente, “pellizcador”) y que era un mano larga. “Pincher by name. Pincher by nature”, comentó el primer ministro.