Con motivo del fallecimiento del ex presidente Luis Echeverría se han escrito múltiples opiniones con muy diversos puntos de vista. Por supuesto, las cuartillas que su muerte ha provocado son mínimas comparadas con las que un simple resfriado hubiera causado de haberlo sufrido durante su mandato. Ciertamente la mayoría de los comentarios fueron no sólo adversos, sino agresivos, condenatorios. La explicación es obvia: Echeverría concitó durante su gobierno los resquemores, las iras y hasta los odios de las antípodas sociales. A los ahora conocidos como los grandes machuchones, y yo diría que también a los medianos y aun a los aspirantes a serlo (ahora calificados como aspiracionistas), el comportamiento del presidente les ofendía e irritaba como agravio personal. Desde su facha de maestro de escuela pública, de pastor protestante, pasando por sus expresiones nada cortesanas y sus formas de trato cortantes y en momentos hasta rudas como de sargento mal pagado, pero sobre todo su obsesión por sacar a relucir la miseria y desigualdad nacionales a la primera provocación. Lo cual no es que les generara remordimientos de conciencia, pero sí les afeaba, innecesariamente, su plácida existencia. Y ¿qué decir de su decisión de convertir las horas extras de trabajo en horario cotidiano? Y las placenteras comidas/meriendas/cenas en los más lujosos restaurantes capitalinos que por instrucciones presidenciales tenían que abreviarse hasta convertirse en comidas corridas, pues los funcionarios tenían que checar no tarjeta, pero sí teléfono, pues el jefe de Estado (y, como vemos, también de oficina), solía llamar por teléfono a sus cercanos colaboradores para corroborar la puntual asistencia “presencial” en sus oficinas. En ese entonces no había transferencia de llamadas, intercomunicación a distancia ni menos el mágico y maravilloso Zoom que en estos días nos convierte a todos en San Juan Bosco, predecesor de David Copperfield y de Jandro, en este momento los magos, ilusionistas, considerados como los exponentes máximos del don de la ubicuidad. Quienes hemos sido asiduos lectores de la colección sobre la vida de los santos sabemos claramente que el padre Bosco con una sola jaculatoria era capaz de hacerlos desaparecer de Las Vegas, que sería peor que esfumarlos de la galaxia.
Pero lo que sí agravió, pero en serio, a “Los trescientos... y algunos más”, como los llamó alguna vez el célebre Duque de Otranto en su vomitable, aristocrática y leidísima columna (por esos trescientos y otros tres millares que anhelaban desaforadamente que la sección los mencionara), fue que en los saraos celebrados nada menos que en Palacio Nacional, donde se congregaba la crema y nata de nuestra rastacuera clase imperial, no se tomaran en cuenta sus atuendos de Cocó Chanel, Yves Saint Laurent, Givenchy, Dior o Balenciaga, ni los espejitos que se colgaban en cuellos, orejas, dedos o muñecas (en la nariz aún no se atrevían, pero ganas no les faltaban). Sus cuerpos, pese a sus abundantes adiposidades, no eran óbice para descalificar, sotto voce, a sus congéneres con las que compartían algunas costosas intervenciones quirúrgicas, pero verse privadas de ese convite, de ese carrusel, les frustraba sus “ansias de novilleras”. Y todavía más: a los banquetes conmemorativos de nuestras efemérides fundamentales se imponían los ofensivos menús de los Weight Watchers. Ya no se ofrecían arenques del mar del norte sobre una cama de manzana y crema de mango o el curry de camarones en salsa de ajonjolí, con coco rallado, nueces, pasas y piñones (aunque sean blancos). Ni siquiera al menos, para ser nacional y folclórico, los taquitos de langosta con frijoles de Baja California. En los banquetes oficiales se comía mal y se bebía peor. Ser invitado a Palacio era una distinción y una penitencia.
Pero falta la vergüenza mayor que a nivel mundial abochornó a los mexicanos “triple A”. Recordemos aquella malhadada ocasión en la que, al estrechar la mano de la Reina de Inglaterra, el presidente mexicano la tomó osada, sacrílegamente del antebrazo, como si fuera en el Metro a Pantitlán. El aullido de los nobles autóctonos de la realeza criolla llegó hasta el Palacio de Buckingham para solicitar perdón por el inconcebible agravio: las razas inferiores, las clases insumisas tienen que entender y acatar su historia y su destino. Cómo que: “¿qué tal la estás pasando, mi Reina?”
No hay duda de que algunos mexicanos tienen sobradas razones para el entripado sexenal pero ¿y los chairos de entonces y los de ahora? Platiquemos la semana que viene, si la logro esperar.
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