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Cultura

2022-07-18 06:00

Las luchas de Lourdes Grobet

Lourdes, en medio de los torbellinos, invisible o aceptada, libre como ellos y ellas dentro de un juego que envidiarían el teatro del absurdo a la Ionesco. En la imagen, Rampstein, Sangre Azteca y Hooligan contra Lourdes Grobet. Foto tomada de libro Espectacular de lucha libre. Fotografías de Lourdes Grobet
Periódico La Jornada
lunes 18 de julio de 2022 , p. 9a

En el principio estuvo Lourdes Grobet. Para cuando lo invitó a “trabajar” la lucha libre, por ahí de 1983-1984, este cronista no había compartido el trabajo con ningún fotógrafo (y menos fotógrafa), fuera de coincidir con Jorge Acevedo en los primeros de mayo, choques magisteriales, ataques de golpeadores cetemistas y mareas rojas. Las incursiones vespertinas y nocturnas con ella en arenas, plazas y centros deportivos urbanos y suburbanos significaron el encuentro con otro lenguaje. Y, sobre todo, con una escuela de la mirada.

No creo haber conocido un entusiasmo fotográfico comparable con el de Lourdes. En sentido literal, amaba a sus ¿objetivos?, ¿modelos?, ¿temas? Dicho mejor, se enamoraba de sus personajes, y ningún esfuerzo significaba obstáculo para llegar y aguantar vara. La aventura fotográfica de su vida, y tuvo muchas, fue la lucha libre. Su verdadero teatro de los acontecimientos. En medio de las estrellas, los técnicos, el público disciplinadamente salvaje, aprendió a estar sin ser vista. Sin estorbar. Retratándolos.

Algo parecido, pero distinto, fue su experiencia con el teatro campesino de Tabasco, donde, como en la lucha, se trataba de un espectáculo. Sus entretelones, ensayos, entrenamientos, intimidades y el gran momento de la presentación. De la representación. La Tragedia del jaguar y las batallas campales de la Coliseo y anexas eran experiencias más expresionistas que Brecht.

Ella había ideado un método a partir de los escritos de Roland Barthes sobre el catch francés. Fue la columna vertebral de su viaje al corazón de las luchas. Recuérdese que Barthes también fue un teórico muy importante de la fotografía (como Berger o Sontag). Citado por Gabriel Rodríguez Álvarez en el excelente epílogo de Espectacular de lucha libre. Fotografías de Lourdes Grobet (México, Océano/Trilce, 2005), dice Barthes: “la lucha libre es una pantomima teatral, pues el gesto del luchador no precisa de ninguna imaginación, de ningún decorado, de ninguna transferencia para parecer auténtico”.

En su representación de la tortura, en las luchas “el espectador no anhela el sufrimiento real del combatiente, se complace en la perfección de una iconografía”. No es, concluye Barthes, “un espectáculo sádico”, solamente “inteligible”.

Complicidad entre gladiadores y público

Lourdes había descubierto el secreto de la lucha libre popular: la complicidad, o digamos comunidad, entre gladiadores y público. Como si al entrar, unos y otros dejaran fuera, cual abrigos en el vestíbulo, eso que llaman realidad, y se internaran en el territorio de un juego que todos jugamos, otros yo fantásticos, histriónicos e intensamente reales. Inteligibles.

Llegué esperando una experiencia como el box, donde el combate es real y el nocaut un hecho clínicamente comprobable. Me tomó tiempo entender que el luchador caído, aún en condiciones inverosímiles, debía someterse al rival de acuerdo con las reglas de la representación. El público encendido, rabioso, rebosante de júbilos y odios, compartía el código de los luchadores. Gozaba sufriendo las transgresiones cobardes o aprovechadas de los “rudos”, verdaderos rufianes con la frecuente complicidad del réferi. Como en la vida real. Y como en la vida real, el bien no siempre triunfaba.

Saltos, vuelos, maromas y costalazos sin la gracia de los cisnes, conformaban un ballet preciso. Pesados como elefante, otros como oso, lograban sin trucos cinematográficos pasar de lo raudo y demoledor a la “cámara lenta”. Si la realidad estaba suspendida en el ring y sus alrededores, por qué no iba a estarlo el tiempo.

Todo eso le hacía a Lourdes el día, o más bien la noche. Le abría las puertas a la vida de la gente común, y sobre todo de los luchadores, que grandes como El Santo, Blue Demon, el Perro Aguayo, o pequeños como Súper Ratón, Arturito o Alushe, también eran gente común. De muchos realizó El Retrato, siempre fiel al héroe: Los Brazos, Solar, Cuchillo, Destructor Nazi, Siglo XX, Rayo Tapatío, el inolvidable cura real Fray Tormenta, o la inmortal vedete Lyn May ofreciendo al mismísimo Santo sus senos desnudos mientras ambos miran a la cámara.

No le tomó mucho descubrir a las luchadoras, ese universo peculiar de mujeres “dándose” arriba y al pie del ring con furia, pero sin saña. Sin ser Sílfides ni pretenderlo, poseían encanto y gracia. Tania La Guerrillera, Panterita Sureña o la Venus eran coquetas y guapas bajo la máscara. La Briosa metía miedo. Y ese público ignorante del feminismo y sus consecuencias, las aceptaba y amaba, rugía con ellas, animándolas o insultándolas (esa forma del amor). Pionera en respetarlas fue Lourdes, pionero en aceptarlas fue el público arrabalero.

Carlos Monsiváis lo intuye en la galería de Lourdes Grobet: “Al romper el monopolio masculino en la lucha libre, los combates femeninos del ring anuncian el tiempo en que gran parte del respeto a la mujer vendrá del temor saludable”.

Para Monsiváis, la máscara y el sistema de símbolos revelan que “las apariencias no sólo engañan, también dicen la verdad por otros medios”, y las fotos de Lourdes capturan “el eterno retorno de las patadas voladoras, mientras sus personajes se inmovilizan en el aire del apretujamiento alrededor del ring”.

Era otro México ese de las luchas en los años 80. En Ciudad Neza, en Hidalgo, en Naucalpan, familias enteras, incluyendo abuelitos y abuelitas, la pasaban en grande presenciando a colores las batallas campales de Karloff Lagarde, El Texano, Baby Face, Fishman, Máquina Salvaje. Algunos sufrían de a deveras. El Perro Aguayo era un estoico de ligas mayores, un mártir cristiano; era malvado, pero cómo no amarlo. Vi rapadas humillantes, escuché vejaciones y chiflidos contra los odiosos perdedores. O llanto, si el perdedor era su favorito.

Y Lourdes, en medio de los torbellinos, invisible o aceptada, libre como ellos y ellas dentro de un juego que envidiarían el teatro del absurdo a la Ionesco, el pánico a la Arrabal o de la crueldad a la Artaud. Mas no olvidemos, se trataba de otra cultura, la popular, la que ocurría entre multitudes y cuadriláteros ciertas noches, cuando las calles eran menos peligrosas y la mejor violencia, imaginaria, pero en carne y hueso. Tal fue el principio de verdad que descubrió Lourdes Grobet.

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