Joxean Lasa y Joxi Zabala, dos militantes de ETA refugiados en el País Vasco francés, fueron secuestrados en Baiona el 16 de octubre de 1983 por agentes de la Guardia Civil española. Los trasladaron a Donostia, concretamente al palacio La Cumbre, antigua residencia estival del dictador Franco, donde fueron torturados salvajemente durante días. Los trasladaron a Alicante, donde les obligaron a cavar su tumba, los mataron y los enterraron en cal viva. Un cazador encontró sus restos año y medio después, pero tuvieron que pasar 10 años para que fuesen identificados. La policía cargó contra familiares y amigos en el funeral, y el monumento erigido en el lugar donde fueron encontrados apenas duró en pie cinco días. Nunca más se levantó.
Miguel Ángel Blanco era un joven concejal del PP en la localidad vasca de Ermua cuando, el 10 de julio de 1997, fue secuestrado por militantes de la organización independentista ETA. Dieron un ultimátum de 48 horas a las autoridades para que pusiesen fin a la política de dispersión de presos vascos, y al no obtener respuesta satisfactoria, mataron al edil el 13 de julio. La muerte de Blanco, de gran impacto, supuso un cambio de rasante en el marco con el que el gobierno español –en manos de un recién investido José María Aznar– encaró el conflicto vasco. El choque ya no era entre “demócratas y violentos”, sino que pasó a ser entre “constitucionalistas (españoles) y nacionalistas (vascos)”, lo cual abrió una época en la que todo lo vasco, desde una caja de ahorros a un periódico, resultaba sospechoso.
No sé cómo sea al otro lado del Atlántico, pero en esta orilla opera un conjuro según el cual uno deja de ser nacionalista en el momento en el que logra un Estado para su pueblo. Los nacionalistas, gente con mala prensa en un continente malcosido a base de guerras entre vecinos, siempre son los otros. Michel Billig lo llamó “nacionalismo banal”.
Tanto los casos de Lasa y Zabala como el de Blanco, emblemáticos, han sido noticia estos días. Los primeros, porque el palacio La Cumbre será cedido al ayuntamiento de Donostia y convertido en un lugar para la memoria, gracias a un acuerdo entre independentistas vascos de EH Bildu y el gobierno de Pedro Sánchez. El segundo, por la celebración del 25 aniversario, que ha congregado en Ermua a la plana mayor del Estado español, empezando por el Borbón.
Aquí todo el mundo cuida sus símbolos y su memoria. El palacio donostiarra encarna la guerra sucia del Estado y la tortura, nunca admitidas, y Ermua es un espejo de la violencia de ETA. Son artefactos valiosos para las memorias respectivas, dado que representan la crueldad del otro. Sería absurdo que alguien renunciara a ellos y resulta inútil pedirlo.
Cabe preguntarse, sin embargo, para qué se construye una memoria. Porque puede hacerse para la paz o para la guerra, para la superación de los motivos que crearon el conflicto o para su enconamiento . El derecho a la memoria es incuestionable, pero conviene no dejar su construcción en manos de pirómanos. Es material inflamable.
En España hay quien la quiere bien estrecha. Lasa y Zabala no tienen lugar en su memoria oficial, pero es que los nacionalistas vascos también molestan en la memoria de Blanco. Hace unos pocos años, un dirigente del PP abroncó a la izquierda independentista por acudir al homenaje al edil de Ermua. Dicen querer construir memoria, pero apenas logran cavar una trinchera.
Hay alternativa, puede preservarse una memoria propia reconociendo la ajena. La diputada independentista Mertxe Aizpurua lo ensayó esta misma semana, reivindicando la cesión del palacio de La Cumbre, pero acercándose también al dolor de las víctimas de las acciones de ETA.
Sin embargo, a Felipe González, presidente durante la guerra sucia del Estado en el País Vasco, no le “suena bien” el pacto para convertir La Cumbre en un espacio de memoria. Tampoco al PP o a Vox. A España no le gusta mirarse en el espejo, ni abrir el armario donde guarda todo aquello que no cabe en su memoria oficial. Es de esas catacumbas inconfesables y jamás purgadas, por contra, de donde emergen luego criaturas de la calaña del ex comisario de policía José Manuel Villarejo, cuyas grabaciones con representantes de la clase política, empresarial y mediática española están poniendo patas arriba el mediocre stablishment local.
El escándalo de esta semana, al que se refirió también AMLO, han sido los audios de Villarejo con el presentador –sería excesivo llamarle periodista– Antonio García Ferreras, en el que éste se retrata, reconociendo como falsa una información sobre Pablo Iglesias y Podemos que luego publicó igualmente. Había sucedido antes con los independentistas vascos y catalanes. Es grave, pero no sorprendente. Villarejo, que empezó su andadura como policía en el País Vasco durante la dictadura, tiene un montón de medallas oficiales y ha hecho y deshecho a su antojo durante décadas. No harían mal los españoles en preguntarse qué clase de memoria es aquella que, como peaje, convierte en héroe de la democracia a un policía corrupto de origen franquista como Villarejo.