A raíz de los hechos ocurridos en Cerocahui, Chihuahua, y en el contexto de la dinámica de violencia que día a día perturba la paz en México, la Iglesia católica, la Compañía de Jesús y organizaciones de la sociedad civil han puesto en la agenda pública la urgencia de emprender acciones para atender la crisis generalizada de seguridad y las condiciones de impunidad y macrocriminalidad que prevalecen en nuestro país. La reciente convocatoria a la jornada por la paz, junto con otras acciones llevadas a cabo recientemente por distintos sectores, han puesto énfasis en la necesidad de que el gobierno revalúe la pertinencia de su política de seguridad y concerte estrategias que atiendan de manera integral y estructural las causas de la violencia con pleno respeto a los derechos humanos.
El propio Andrés Manuel López Obrador, en el informe presentado el 1º de julio en Dos Bocas, con motivo del cuarto aniversario de su triunfo electoral, reconoció que, si bien se han impulsado esfuerzos para reducir la violencia y la criminalidad en la nación, los homicidios no han podido disminuirse sustancialmente, con una baja estimada de apenas 5 por ciento durante su sexenio, según sus propias mediciones. Se trata a todas luces de una reducción muy poco relevante en contraste con la magnitud de la crisis de violencia que se ha extendido prácticamente por todo el territorio nacional.
Ciertamente, estamos frente a un problema estructural y multifactorial que difícilmente podría solucionarse en el corto plazo, y cuya atención requiere de un conjunto de esfuerzos articulados entre sí que atiendan las condiciones de vulnerabilidad, desigualdad y deterioro del tejido social. Sin embargo, debemos recordar que la 4T contaba ya con un Plan Nacional por la Paz y la Seguridad, mismo que fue presentado en 2018 y que consideraba elementos muy pertinentes para la pacificación del país.
Entre otras medidas, se preveía en este plan la adopción de diversas acciones para atender la inseguridad a través de la reconstrucción de tejidos sociales y la generación de entornos de paz, así como llevar a cabo un combate a las drogas desde una perspectiva de salud pública y reinserción social, adoptar modelos de justicia transicional, reformar el sistema penitenciario y constituir una Guardia Nacional con mando civil que reorientara las funciones de las fuerzas armadas. Sin embargo, a contrapelo de su propio plan, la estrategia que realmente se ha implementado los últimos casi cuatro años no ha hecho más que reproducir los mismos métodos usados por los gobiernos anteriores, apostando por la militarización de la República y abandonando la perspectiva de seguridad ciudadana que se anunciaba en aquel Plan Nacional.
Sin embargo, de cara a la viabilidad de la paz y la justicia en nuestra nación a mediano y largo plazos, los tres órdenes de gobierno no pueden pretextar la naturaleza compleja y multifactorial de la violencia en el país como impedimentos para no apostar por una estrategia de solución de carácter verdaderamente integral y ciudadano. Tampoco pueden argumentar que se les ha abandonado en dicha tarea, pues desde la sociedad civil se han elaborado numerosas iniciativas y directrices durante los años recientes para la construcción de una política ciudadana de seguridad, justicia y pacificación con perspectiva de derechos humanos; esfuerzos que lamentablemente han sido ignorados, tanto por éste como por los gobiernos precedentes.
Uno de estos esfuerzos lo sintetizó en 2011 la Conferencia Internacional sobre Seguridad y Justicia en Democracia, en el documento Elementos para la construcción de una política de Estado para la seguridad y la justicia en democracia, texto que mantiene plena vigencia en nuestro actual contexto. En él, se propone el urgente diseño de una política integral y transversal en materia de seguridad, orientada hacia la seguridad humana y enfocada en la prevención; que otorgue primacía al régimen constitucional de los derechos humanos, racionalice el uso de la fuerza, fortalezca el liderazgo civil, atienda prioritariamente a quienes enfrentan mayor riesgo y vulnerabilidad, y que esté sujeta a una evaluación constante y responsable en un entorno de máxima rendición de cuentas y transparencia.
Para implementar eficazmente dicha política, el documento propone la realización de un diagnóstico amplio y participativo, una reforma fiscal que garantice el flujo de los recursos necesarios, el desarrollo de una política criminal sustentada más en una política social que en la justicia penal; la recuperación del espacio público desde una perspectiva de prevención de la violencia y el control de adicciones; el desarrollo de políticas públicas en el ámbito municipal, con una atención especializada en las juventudes, así como reformas al cuerpo policial y a los sistemas de inteligencia, justicia penal y rein-serción social.
Si realmente el Estado quiere garantizar medidas de justicia, reparación y no repetición, para ponerse a la altura del clamor de quienes han salido a las calles a pedir paz y justicia, no puede sino atender las recomendaciones de los numerosos organismos internacionales que han llamado a revisar la estrategia en curso y recuperar la propuesta y orientaciones de la sociedad civil para instaurar una política de seguridad ciudadana con pleno apego al estado democrático de derecho. Los recientes hechos en Cerocahui y cada uno de los hechos violentos que día a día profundizan la crisis de seguridad en nuestro país, hacen insostenible, no sólo en una clave ética, sino también en términos de eficacia, la continuidad de la actual estrategia centrada en la militarización e imponen la urgencia de una nueva ruta de atención integral al problema desde una perspectiva civil, democrática y de derechos humanos.