El final de los años 60 prefiguraba un sistema atascado en sus vertientes básicas: economía, democracia y justicia distributiva. Circunstancias que se hicieron notables a simple vista al despuntar la década de los 70. Lo anterior, muy a pesar del aceptable crecimiento del PIB, el nulo endeudamiento público y la lenta, pero continua, participación del trabajo en el ingreso que señalaba una mejoría en el reparto social. La irrupción de Luis Echeverría en la Presidencia radicalizó tales deficiencias sin mejorar las trabas existentes. No hubo apertura a la participación de grandes sectores marginados de la población, atrincheró a otros ya privilegiados y desató confrontaciones varias. La economía implosionó –con su abrupta devaluación– mucho debido al incremento desmesurado de la deuda y a duras penas se conservó el reparto del ingreso que hacía más llevadera la convivencia.
La muerte del ex presidente se presta, entonces, para meditar en lo que hoy se experimenta y lo que puede seguir después. Como el penúltimo mandatario del Nacionalismo Revolucionario, dejó una estela de logros confusos y errores de crímenes ciertos. Lo errático de su administración ha sido suficientemente espulgado. Lo mismo puede decirse de los dolorosos embates contra los derechos humanos de sus tórridos tiempos. Los trágicos modos con los que enfrentó la rebeldía y después la sublevación de grupos radicalizados habrán de marcar, qué duda, su paso por la política nacional y la administración del Ejecutivo federal que le tocó en suerte. Bien puede decirse que, sólo en lo tocante al combate a las guerrillas, fue donde se petrificó su autoritarismo, centrado en tajante toma de decisiones unipersonales. Por lo demás, sólo se puede añadir la desbocada manera en la que se enriqueció durante su paso por el mando del país.
Hay, sin embargo, necesidad de acentuar algunas instituciones –fundadas por él– que han sido, con el transcurso del tiempo, benéficas para la vida organizada de la sociedad. No se debe escatimar la relevancia de tan venturosas construcciones y procesos que se llevaron a cabo bajo su mandato. La vida democrática recibió impactos de doble hélice. Por un lado, la apabulló con sus taimados dobleces: grillescos y torvos que se ejemplifican con el golpe a Excélsior. Daño cierto que contaminó el imaginario colectivo hasta nuestros días. Pero, por fortuna, en su otra vertiente, impulsó el avance de la plural organicidad periodística. Sus personales ambiciones, muy despegadas de sus limitadas capacidades, tuvieron, muy a pesar de la retórica propagandística del momento y su continuo movimiento, el impacto dislocador consecuente. Esto implica, necesariamente, los dramáticos descalabros financieros, concretados en el feroz y alocado endeudamiento, para solventar sus delirios de trascendencia. Ambiciones truncadas no sólo por sus reales facultades, sino, también, por las potencialidades mismas de la economía de un país mediano.
Heredero de un presidencialismo acendrado, en lugar de suavizarlo y abrirlo, lo llevó hasta el enfrentamiento con las élites y plutocracia de ese tiempo que, al final, le ganaron la partida. Pretendió, como su sucesor también, mostrar el mando del poder central sobre las demás fuerzas, activas en ese entonces, y sucumbió en buena parte de la disputa.
Hoy se perciben sendos intentos de revivir tal confrontación por el poder. Un asunto político que se zanjó, para bien y claro deslinde, desde el inicio de la presente administración. Aunque la continua crítica terminal, reactiva y totalizadora ha, inevitablemente, incidido, radicalizándola, sobre una gruesa capa bien situada en la escala social. El compromiso adoptado con el modelo concentrador ha despertado una iracunda oposición que busca, sin titubeos, su continuidad. Al recalar su entusiasmo difusivo sobre el horizonte vital de las clases medias acomodadas del país, éstas le han respondido con una alebrestada actitud de negación a todo lo que provenga de Palacio Nacional. La marcada diferencia de este tiempo singular con el pasado echeverrista radica en la ahora intensa participación popular. Aquel México presentaba una enorme colección de conflictos que se tornaron, al paso de los días, irresolubles para la estrecha institucionalidad. Y, más en particular, para las posibilidades y voluntad renovadora del mismo dirigente, de su partido de apoyo ya en plena declinación, de los vetustos grupos de presión y de la incapacidad de la élite económica para ampliar visiones. Echeverría no pudo recurrir al pueblo que tanto usó en su discurso y fue ridiculizado al extremo por sus rivales. Pudo, a pesar de su precaria situación, inducir la formación de un grupo numeroso de administradores públicos que, después, desembocó en una tecnocracia voraz y corrupta. Una herencia muy poco apreciable por la escasa humanidad que acarreó en su ambición hegemónica y clasista. Y que aún pretende continuar.