Ese martes 11 de septiembre de 1973 llegué a mi oficina en los Estudios Churubusco a media mañana. Regresaba de Cuernavaca, donde había pasado el fin de semana, tuve un encuentro que emocionalmente me había estrujado. Mi estado de ánimo no era precisamente sereno. Al llegar a la oficina a firmar unos documentos urgentes mi intención era suspender una comida e irme a casa.
Marcela, mi secretaria, al oír que llegaba salió al corredor del Centro de Producción de Cortometraje (que recién yo había fundado) y me urgió a terminar de entrar y, cerrando la puerta, me dijo con alarma y urgencia: la señora Echeverría le ha llamado tres veces, que se comunique con ella de inmediato. Aquí dejó este teléfono directo, ella le contestará personalmente. Me encerré en mi despacho y marqué. El timbre sonó una sola vez y alguien levantó el auricular. En los instantes que pasaron antes de oír la voz que me contestara, escuché algo como un sollozo, como un ruido gutural necesario para aclarar la garganta y poder hablar. Luego de esos segundos de tensión, por fin una voz que con notoria dificultad articulaba las palabras, tan sólo dijo: “habla María Esther. ¿Quién llama? Soy Carlos, señora, contesté. “Carlos, Carlos ¿no estás enterado? Sin esperar respuesta, agregó, acaban de asesinar al presidente”. Sentí que no podía respirar y me desplomé en el sillón. A mí sí, no me salieron palabras, si acaso un quejido. Yo estaba convencido que doña María Esther se refería a su esposo, al presidente mexicano. La señora continuó con voz totalmente entrecortada: “afortunadamente la Tencha e Isabel, su hija, están vivas. Ya Echeverría dio instrucciones al embajador Martínez Corbalá para que negocie con los militares la salida de ellas y unas cuantas personas más”. La interrumpí y, como si no entendiera la gravedad de lo que relataba, le solicité encarecidamente que me consiguiera irme a Chile y llegar en ese avión acompañado de un camarógrafo. “Déjame ver si es posible –me dijo–, pero sé que Chile cerró sus fronteras y nadie puede salir ni entrar. Dame el teléfono donde vayas a estar y te llamo”. A eso de las 2 de la tarde se comunicó conmigo: “Imposible. Hace unos momentos salió ya el avión, después de convenir infinidad de requisitos: absolutamente a nadie se le permitirá tocar tierra. Se abrirán las puertas sólo para que suban los chilenos autorizados a salir. Nuestra gente se encargará de subir un mínimo equipaje, el de mano se revisará rigurosamente. Se reabastecerán de combustible en Perú, el regreso es inmediato”. Señora –contesté–, voy a iniciar mis gestiones no oficiales, para ver qué consigo.
Al día siguiente me pidió que la fuera a ver. Me recibió de inmediato y me dijo conteniendo una notoria emoción. “Te diré lo que le diría a uno de mis hijos: ni te aliento a que vayas ni te pido que no lo hagas. Pero te ruego no corras riesgos innecesarios. Ante cualquier emergencia refúgiate en la embajada. Echeverría va a hablar con el embajador”. Ya salía cuando un ayudante del Presidente me detuvo y me hizo saber que el licenciado Echeverría me llamaba. Me recibió de pie y de inmediato me dijo: “María Esther me platicó ya tu decisión de tratar de entrar a Chile. Te quiero pedir dos cosas: la primera es que no te exaltes ni pierdas el control de tus emociones. Sé que cuando nos visitó el presidente Allende anduviste con él para todos lados e hicieron buena amistad. Esconde tus sentimientos y no dejes que se te note de qué lado están tus afectos y tus convicciones. Háblame el día que regreses”.
No es el momento de relatar lo acontecido en esa azarosa aventura: las maniobras para entrar y salir, el entierro de Pablo Neruda o conseguir, siendo los principales sospechosos, la entrevista exclusiva con Pinochet. Ahora se trata tan sólo de un boceto, una instantánea del presidente recién fallecido. No quiero dejar en el aire cuestiones que pienso son importantes para compartir otro aspecto de la vida de esta persona. En la próxima columneta trataré con la mayor objetividad de exponer mi opinión sobre mexicano tan controvertido.
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